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El voto, querencia honda y promesa solemne

Arturo Guerrero

11 de marzo de 2022 - 12:00 a. m.

En una elección la esencia de los votos no es la contabilidad. Si lo importante del voto fuera la cantidad verificada, los tramposos siempre ganarían. Abrumado, el cura revolucionario Camilo Torres decía “el que escruta elige” y para enmendar esto se fue al monte, se enguerrilló.

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El remedio de las barbas con fusil no curó la enfermedad. Los armadores del fraude siguieron triunfando en elecciones. Y los muchachos con vocación de héroes bajaron a sus tumbas en el rastrojo. Estos despreciaron el voto porque pensaron que lo decisivo era la fuerza y esta venía de las armas. Resultaron tan pifiados como los compradores de sufragios.

¿Cómo entonces descubrir la médula del voto? Pues yendo a la palabra, para indagar en qué pensaban los inventores de los comicios. El nombre de cada cosa encierra su ADN. Cuando en vez de dios había dioses, los romanos formulaban votos a esos entes de poder. Así fundaron esa palabra, así le infundieron su sustancia y eficacia.

Los votos eran dos cosas: promesas solemnes a las deidades y ruegos ardientes formulados como deseos. Se les dejaba saber una querencia honda y se les hacía juramento de portarse de una manera que satisficiera el ansia de grandeza de aquellos altísimos.

Con la rumia de los siglos los votos se volvieron rutina, obligación, una lata. Así les sucede a las religiones, que se encierran en iglesias y vestiduras pontificales hasta convertir los mejores signos en bazofias. A la democracia le pasó lo mismo.

Hoy, el día de elecciones carece de solemnidad, ardor y grandeza. Son una fila de bostezos, que entra por una puerta con guardianes, marca una equis entre cartones y se apresura a salir por la otra puerta de atrás. Concurren por cumplir, impulsados por un vago sentimiento de obligación cívica. No hay vibración. Conviene apresurarse porque se enfría el almuerzo.

Los candidatos avergüenzan por falta de imaginación. Los consentidos en encuestas halagan muchedumbres, despotricando contra los contrincantes. Su carga verbal se desperdicia para desprestigiar a los rivales. Encienden, eso sí, odios, polarizaciones. Atizan barras bravas, configuradas y alimentadas por las redes sociales.

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En vez de desentrañar el deseo profundo de los colombianos, glorifican sus propios egos de cuando fueron gobernantes o congresistas con realizaciones infladas. “Voten por mí”, es un ruego que no inflama el entusiasmo de comprometerse como comunidad hacia tareas memorables.

Por eso un país desheredado de su ilusión histórica, de su mito fundacional, es un país que no vota, se abstiene. Y quienes votan no regresan a sus casas con un fuego en el corazón. Son burócratas de la democracia. Carecen de lucidez para formular un ruego ardiente, y de empuje para hacer la promesa que modifique sus vidas.

Hay que salvar el voto, como emblema de una pasión. Hay que hacer de las elecciones una comitiva de gentes con conciencia de hacia dónde marchar como sociedad. Solo así la democracia dejará de ser un coco vacío.

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arturoguerreror@gmail.com

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