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Aquellas tías y tíos navideños se murieron. Habían venido a la capital años atrás, desde una ciudad al norte, fría, oscurecida de iglesias, casi medieval. Pero tenían vena musical. El piano, el baile y el licor constituían para ellos un modo de respirar. “El 24”, así nombraban a la Navidad, era fecha de grandes viandas.
Estos, los platos: tamales cúbicos con garbanzos, un pavo al que emborrachaban antes de corretearlo por la terraza para que no se diera cuenta de su muerte ensangrentada. Los niños se espantaban ante el espectáculo de circo romano. Los tíos se emborrachaban, ellas por parejo.
En el baile reinaban Lucho Bermúdez, Pacho Galán y la Billo’s. Los pasos, mesurados, desmadejados. El tío más gordo y su esposa anochecían animando a la concurrencia a no desfallecer con el ritmo. Risas, gritos, el suelo mimado por caricias sin zapatos.
Así se fabricó una alegría que trataba de contrarrestar el genio hosco proveniente de aquella tierra de origen. Porque media familia traía una semilla sombría. Bisabuelos que habían muerto a los 40, de tanto tomar chicha o quién sabe qué otro alcohol amargo. Abuelas con pinta alemana, altas, ojiclaras, recias.
Así se veían en enormes portarretratos ovalados donde aquellos antepasados paupérrimos parecían aristócratas del XIX. Todavía algún descendiente guarda esas maderas, en espera de un prócer del XXI que reemplace las figuras obsoletas.
La Navidad la construían parejas de tíos casados y decenas de tías solteronas. Esta palabra despectiva no era todavía políticamente incorrecta. Los casados habían conseguido algunas comodidades tras décadas de empleos en bancos y petroleras. Casas en barrios brillantes, carros pesados y enormes, radiolas con discos negros de donde salía la única música accesible.
En una de esas casas se armaba la fiesta de medianoche. La abuela desenfundaba un Niño Dios que pataleaba, y obligaba a cada asistente a besarlo antes de acostarlo en la choza del pesebre. “Ya la oveja arisca, ya el cordero manso”, “salga María, entre Jesús”, “benignísimo dios que tanto amasteis a los hombres”: son fragmentos de un discurso somnoliento.
Los ojos infantiles se desviaban hacia el árbol donde colgaban ilusiones empacadas en papeles de Papá Noel. Un misterio se unía a otro misterio: el de un muñeco bebé que todo lo puede y el de un viejo de rojo que adivina lo que cada hijo sueña recibir para el juego.
De estos moldes salió una prole mitad asustada, mitad escéptica. En todo caso, signada por un baile suavemente acompasado con las trompetas de las grandes bandas. La sonrisa burlona del tío de ojos verdes, los alaridos de diva de la tía más afortunada, el compás exacto del tío político que más que empleado bancario debía haber sido pianista o el Daniel Santos de esas noches.
¿Qué queda de aquellos fuegos? Mucho. Una especial circulación en la sangre, un modelo de parranda ensoñada, ganas de ser costeño o caleño. Y curiosidad por escarbar bajo los escombros idos de aquella pequeña ciudad al norte.
