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La programación corporal e intelectual de los niños vulnerados por la guerra es el factor menos contemplado por quienes ordenan bombardeos. ¿Cuántos combatientes suicidas se están engendrando de esta manera, para dentro de 15 o 20 años? ¿De qué modo las cabecitas y los nervios perturbados son semilla de los siguientes combates?
El corto plazo con que miran los ministros, presidentes y comandantes militares acusa una miopía pertinaz sobre las consecuencias luego de poquísimo tiempo. La serpiente de los ataques los morderá a ellos y a sus descendientes hasta un tiempo que nadie calcula.
Basta ver los ojos de esos párvulos con papás reventados y envueltos en sábanas blancas o con el estruendo de las bombas y los derrumbes de sus casas. Intentan llorar pero las lágrimas no saben hacia dónde apuntar. No hay a quién rogar por un consuelo, por el arrullo que facilita el sueño sin sobresaltos.
Por eso las guerras que atruenan este tercer milenio están generando su persistencia en las cunas devastadas. Un niño viene a este mundo sin que nadie le consulte su voluntad de aterrizar en este punto y hora. Si es recibido por una estridencia que no encaja en sus sentidos sin estrenar, queda con la siembra de los malqueridos.
Las rudas agencias de inteligencia y espionaje son burocracias cortoplacistas. No calculan los daños que sus propias fuerzas están plantando para dentro de dos o tres generaciones. Así se eternizan los conflictos y se originan los que los reemplazarán.
En efecto, un recién nacido viene equipado con la seguridad de unos padres que lo acogen a nombre de la humanidad entera. Cuando esta certeza se quiebra y el dolor sin sentido golpea, esa criatura empolla en su inconsciente las larvas de la venganza. El terror se dibuja en su mirada extraviada, pierde la confianza en los sentimientos blandos. Más que sus carnes, las esquirlas perforan sus órganos de la cordialidad.
En las guerras de hoy todavía se hace la contabilidad de muertos y heridos. Hace falta enumerar la cantidad de niños heridos, desplazados, huérfanos. Estos son el cultivo que multiplicará los conflictos bélicos del próximo futuro. Ahí está el crimen de lesa humanidad, la más pérfida consecuencia de los despedazamientos de hoy.
Así pues, la justicia internacional tendría que agregar a los delitos de la guerra el de la proliferación de esta ponzoña por los siglos de los siglos. Porque lanzar a un niño a la vida con la raya de la muerte en la cabeza es asegurar la prevalencia de los misiles, drones, cañones y orugas de combate.
Los muertos se van, los sobrevivientes los lloran, sus tropas ordenan retaliaciones. Todos creen que van a derrotar la guerra. Pero la guerra sonríe y hace cuentas de cuántos niños ganó esta vez para su bando. Ella sabe que nadie tiene que enrutarlos por las carreteras empolvadas del enemigo. Ellos mismos, cuando crezcan, reconocerán la marca de la barbarie pues ni siquiera saben qué sábana blanca envuelve a sus padres bajo la tierra del buldócer.
