En 1809, en el asiático Mar Amarillo, el joven emperador Kia-King promulgó un edicto imperial en el que hacía la siguiente encomienda al Almirante Kvo-Lang, quien mandaba las fuerzas del Imperio: “Sé cruel, sé justo, sé obediente, sé victorioso”. Las naves de este fueron deshechas. “Kvo-Lang observó un rito que nuestros generales derrotados optan por omitir: el suicidio”. Así lo cuenta Borges en “La viuda Ching, Pirata”, texto que pertenece a Historia universal de la infamia.
La semana pasada, el mundo vio estupefacto por televisión y redes sociales el encuentro de Trump con Zelensky en la Casa Blanca. Comenzó con críticas al vestido informal del presidente de Ucrania, erguido en su cuerpo y planteamiento. De repente, el mandatario norteamericano extiende su dedo índice derecho, eleva la voz y derrama una andanada imperial sobre el aterrado visitante.
Este trata de contestar, pero el tono agudo del obeso MAGA pronuncia una reprimenda –“sé cruel”–, secundada por sus adláteres también presentes que manoteaban febrilmente. “Sé obediente”, parecían reclamar los dueños del momento. Estos se sentían justos y victoriosos.
El match humillante dejó claro quién cree ser el patrón del globo, quién da las órdenes terminantes, hasta qué lejanías asiáticas maquina extender su voluntad absoluta. No le son suficientes la amenaza de anexión contra los países limítrofes, la apropiación del nombre de América, de elevación de aranceles, la expulsión de inmigrantes y la mención siquiera de estos desterrados de todas las tierras.
El emperador orbital conoce el punzón letal de quien da las órdenes. Ha aceitado a lo largo de su vida el mecanismo del mando, ejercitado en sucesivos negocios de expansión monetaria. No concibe que un hombre venido de un país invadido y rico en minerales raros busque la libertad para el pueblo que lo eligió a pesar de ser comediante de televisión.
Trump lo amenaza subliminalmente con la Tercera Guerra Mundial, mientras no dice una palabra sobre el invasor Putin, realmente culpable de los muertos, los exiliados y la destrucción ucranianos. La escena fue el lanzamiento planetario de la nueva configuración del poder y de la fuerza concentrados, en este siglo XXI que semeja devolver la historia cien años.
La hora del rito que sí observó el almirante Kvo-Lang, y que repitió el genocida de la Segunda Guerra Mundial en su fortín berlinés, no les ha llegado aún a los sátrapas del presente. Todavía se piensan victoriosos, todavía ansían ensanchar sus riquezas y tierras hasta el planeta Marte, todavía se sienten inmortales.
Pero la historia universal de la infamia aún no ha añadido su capítulo final. Tal vez se puede rastrear en el final del penúltimo relato borgiano: “La Suprema Corte emite su fallo. Es el que esperan: se les otorga el privilegio de suicidarse. Todos lo cumplen, algunos con ardiente serenidad, y reposan al lado de su señor. Hombres y niños vienen a rezar al sepulcro de estos hombres tan fieles”.
