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Los peatones capitalinos están aprendiendo las artes de los toreros de otras épocas. Hay que reconocer que los semáforos son un remanso de tranquilidad. En una vía arteria pasar de un andén al del frente es asunto de paciencia, pero finalmente la luz verde de un muñequito caminador permite cruzar al otro lado.
Cuando la ancha calle está vacía y tiene premura en su ruta, el transeúnte resuelve aventurarse con paso ágil. Aquí intervienen sus habilidades de cálculo. Cada cual conoce la velocidad y firmeza de su andadura, según las cuales se lanza con la seguridad de alcanzar el andén del otro lado sin demasiado esfuerzo y por lo tanto sin riesgo.
De repente, sin aviso ni alerta visual, un trueno rastrero lame el aire del pavimento. Este es el momento en que el caminante tiene que aprender los meneos del toreo. Adelante, atrás, detenerse, calcular, acelerar el paso o devolverse. Sabe que no se trata de un fenómeno de la naturaleza, sino del estruendo de una máquina impía.
En efecto, al instante se dibuja una figura como de hombre a caballo, casi siempre de color negro, con una monstruosa cabeza redonda que se inclina hacia adelante para cortar el viento. El motociclista viene acelerando su ruido y ahora erguido mantiene una velocidad sobrehumana.
Al advertir la presencia del viandante, se atreve a accionar su pito como si fuera el dueño de la vía y los demás humanos debieran rendirle acatamiento. El peatón en medio de su sorpresa piensa que las cosas tendrían que ser a la inversa. Su sentido de las proporciones le sugiere que el hombre de la máquina tronante debería disminuir velocidad y dar paso a ese individuo que no ha cometido ninguna falta ni amenaza a nadie con causarle daño.
He aquí, vuelta actualidad urbana, la fábula de David y Goliat, cuando el joven pastor con su honda derriba y vence al gigante bien armado. Claro que en nuestro caso, el motociclista suele arremeter contra el desvalido y él mismo resbala junto a su moto, causando doble tragedia.
Este suceso, repetido en los índices de accidentes urbanos, pide a gritos una regulación de velocidad y buenas maneras para los conductores de vehículos que suelen creerse superiores a los infelices peatones, a los carros, a los ciclistas, a los buses y a todos los que necesitan trasladarse de un lado a otro de las ciudades.
Para los motociclistas los semáforos son la oportunidad de ubicarse en la primera línea, luego de serpentear por entre las rendijas estrechas que quedan entre carro y carro. Esta gran movilidad les hace creerse superiores a los demás ciudadanos que pujan por llegar a sus destinos en la fila india de los míseros mortales.
Antes de la proliferación de las motos, motivada por los bajos precios que ofrecen sus fabricantes, las calles eran asunto de los carros y del transporte público. Más adelante, los truenos de dos ruedas protagonizaron una invasión masiva de seres sobre aparatos ruidosos, que se sienten reyes del instante y emperadores de las distancias.
