Las calles que caminan los colombianos son un permanente asedio. Los buses son el cortejo de los pordioseros. Por la noche amanecen los asaltantes, brotan los atracadores de cuchillo o pistola hechiza. En los andenes ruegan los despojados de todo. Se hacen un remedo de vida con monedas que no compran nada.
En las vías, las carretillas de madera desfilan lentas, como monumentos multicolores llenos de cachivaches y cartones. Son los camiones sin motor de los recicladores. Sus piernas son el motor: hombres y mujeres sin edad que pujan como crucificados entre dos palos. Algunos son un pesebre bordeado de banderines amarillos, verdes, rojos. Reparten su estética visual bajo los edificios de vidrio y mármol. Son el arte sin museo.
Los transeúntes acostumbran voltear la cabeza cada vez que adivinan las ganas del ladrón. Se palpan los bolsillos donde llevan sus valores, buscan un refugio. Las mujeres son las mártires de la persecución, apresuran el paso y dudan si acercarse a un policía pues, con frecuencia, el remedio resulta más malo que la enfermedad.
El gobierno mortecino decreta novísimas medidas contra la inseguridad. Consisten en más cárcel, más facilidades para que los jueces apresen antes de investigar. No se preguntan por la causa de la omnipresencia delincuencial. Antes los capturados salían libres el mismo día y repetían su modo de operar muchas veces. Ahora irán a presidios recién construidos.
Entre tanto, las autoridades se alaban porque la economía creció más que antes de pandemia. Los empresarios no dan abasto contando los billetes. Los días sin IVA venden cada uno más que el anterior El país crece más que los vecinos del continente. También crece el desempleo. Los informales atiborran el caudal urbano, no utilizan bancos, apenas consiguen lo del diario.
Parecen dos países que conviven uno sobre otro, sin vasos comunicantes. Dos economías, de las cuales surge una figura en curvas estadísticas y en discursos sobre cómo vamos de bien. Cuando la primera frena en el semáforo atisba el retrovisor, no sea que le hayan desvalijado medio carro.
La otra llora, suda, atraca, empuja la carreta a media noche, con aguacero o con frío y sin camisa. Estas economías son paralelas, sus líneas nunca se cruzan ni se rozan. Las fuerzas de seguridad son fuerza solo para estos que nada tienen y que procuran la gabela de no perecer por hambre.
La economía grande ocurre de puertas para adentro, en fábricas, centros comerciales, bancos, peluquerías de estilista. Para salir a la calle, sus protagonistas abordan camionetas tan grandes como un apartaestudio. Mueven sus productos en motos y bicicletas domiciliarias cuyos ocupantes nunca descansan, no se sabe dónde comen ni cómo van al baño.
La infraeconomía se debate al aire libre. En efecto, lo único que tiene libre es el aire. Como el idioma del diccionario no comunica, inventa uno en las celdas prisioneras: cambuche, chaza, páseme la liga, veci, lucas, paquetes. Vende chocolatinas a mil, tres a dos mil. Una delicia, de avellanas y maní.
Las calles que caminan los colombianos son un permanente asedio. Los buses son el cortejo de los pordioseros. Por la noche amanecen los asaltantes, brotan los atracadores de cuchillo o pistola hechiza. En los andenes ruegan los despojados de todo. Se hacen un remedo de vida con monedas que no compran nada.
En las vías, las carretillas de madera desfilan lentas, como monumentos multicolores llenos de cachivaches y cartones. Son los camiones sin motor de los recicladores. Sus piernas son el motor: hombres y mujeres sin edad que pujan como crucificados entre dos palos. Algunos son un pesebre bordeado de banderines amarillos, verdes, rojos. Reparten su estética visual bajo los edificios de vidrio y mármol. Son el arte sin museo.
Los transeúntes acostumbran voltear la cabeza cada vez que adivinan las ganas del ladrón. Se palpan los bolsillos donde llevan sus valores, buscan un refugio. Las mujeres son las mártires de la persecución, apresuran el paso y dudan si acercarse a un policía pues, con frecuencia, el remedio resulta más malo que la enfermedad.
El gobierno mortecino decreta novísimas medidas contra la inseguridad. Consisten en más cárcel, más facilidades para que los jueces apresen antes de investigar. No se preguntan por la causa de la omnipresencia delincuencial. Antes los capturados salían libres el mismo día y repetían su modo de operar muchas veces. Ahora irán a presidios recién construidos.
Entre tanto, las autoridades se alaban porque la economía creció más que antes de pandemia. Los empresarios no dan abasto contando los billetes. Los días sin IVA venden cada uno más que el anterior El país crece más que los vecinos del continente. También crece el desempleo. Los informales atiborran el caudal urbano, no utilizan bancos, apenas consiguen lo del diario.
Parecen dos países que conviven uno sobre otro, sin vasos comunicantes. Dos economías, de las cuales surge una figura en curvas estadísticas y en discursos sobre cómo vamos de bien. Cuando la primera frena en el semáforo atisba el retrovisor, no sea que le hayan desvalijado medio carro.
La otra llora, suda, atraca, empuja la carreta a media noche, con aguacero o con frío y sin camisa. Estas economías son paralelas, sus líneas nunca se cruzan ni se rozan. Las fuerzas de seguridad son fuerza solo para estos que nada tienen y que procuran la gabela de no perecer por hambre.
La economía grande ocurre de puertas para adentro, en fábricas, centros comerciales, bancos, peluquerías de estilista. Para salir a la calle, sus protagonistas abordan camionetas tan grandes como un apartaestudio. Mueven sus productos en motos y bicicletas domiciliarias cuyos ocupantes nunca descansan, no se sabe dónde comen ni cómo van al baño.
La infraeconomía se debate al aire libre. En efecto, lo único que tiene libre es el aire. Como el idioma del diccionario no comunica, inventa uno en las celdas prisioneras: cambuche, chaza, páseme la liga, veci, lucas, paquetes. Vende chocolatinas a mil, tres a dos mil. Una delicia, de avellanas y maní.