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Antiguamente las épocas de soles y de lluvias estaban fijadas como por un dios creador. Se sabía en qué meses venían unos y otras. Hoy ya no. Hoy estas estaciones están comprimidas, hasta el punto de que un mismo día puede amanecer con un sol de esplendor, dar paso a nubes oscuras que en efecto sueltan una primera racha de lluvias no tan feroces las cuales abren la aparición de un nuevo sol. Cuando la población calcula que ese día lo ha dicho todo, hacia mitad de tarde llegan las aguas en torrente. Nadie esperaba este retorno húmedo, de modo que los caminantes desprevenidos ahora sí se empapan sin misericordia. Así son los caprichos de la nueva meteorología.
Es tanta la incomodidad que estos cambios sucesivos provocan en los transeúntes, que muchos han optado por llevar siempre el paraguas “por si las moscas”. Salen con este espantapájaros plegable, sin importar que brille un sol candente. Más vale la precaución de incomodarse durante todo el trayecto, que la eventualidad de empaparse por darle crédito al cielo de falsa tierra caliente.
Tan pronto comienzan a caer las primeras gotas, las gentes se asoman a sus ventanas. Pero no a comprobar si caen sobre ellas los puntos acuosos. Más bien examinan los andenes, porque la señal infalible son los paraguas y sombrillas que los transeúntes despliegan. Son de todos los colores y tamaños; los capitalinos los abren como aves instantáneas e irrefutables.
Los ilustrados levantarán la quijada presumiendo de su sabiduría: “Claro, se trata del cambio climático”. No obstante, estos sabios trastabillarán si se les pide aclarar por qué ese veredicto se multiplica por cuatro o cinco en una sola jornada. Y fracasarán en el intento de explicar la razón de que, después de esos caprichos de agua y sol en el mismo día, llueva toda la noche siguiente en un tono de arrullo a los durmientes.
De modo que solo resta acogerse a los hechos. A esos hechos cotidianos que se burlan de los cuidados e indumentarias inventados por los terrícolas en su lucha contra el hielo ambiental y las gripas. Los ocho millones de habitantes de la capital no ignoran que en el resto del país coexisten, aunque no simultáneas, todas las gamas de temperatura y de humedad que experimentan los capitalinos.
Sucede que ciudades capitales con el clima de Bogotá solo hay algunas que se cuentan con los dedos de las manos. Entonces la sensación climática del país se vuelve imposible de encerrar en un mismo diagnóstico. Somos una mezcolanza arisca, una suma de arbitrariedades.
Sería válido —eso sí— agradecer esta anarquía climática, por la agilidad corporal y mental a la que induce a los bogotanos. Estamos equipados con una versatilidad interior ante los caprichos de la naturaleza. Así que al viajar por países de estaciones no nos sorprenderá la transición entre ellas. Tenemos piel preparada para la variación de las temperaturas, somos camaleones venidos de la región más sorprendente del mundo.
