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Las motos y sus fierros feroces

Arturo Guerrero

22 de agosto de 2025 - 12:04 a. m.

Las motocicletas son espíritus de lata que atraviesan calles y andenes urbanos, como portadores de la incertidumbre. Espíritus porque pasan apenas respirando, bufando, mientras los transeúntes hacen cabriolas para librarse de un atropellamiento súbito. Antiguamente rondaban escasas, respetuosas. Hoy son legión y arrasan.

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Una cosa son los carros, otra bien distinta, las motos. Los autos se dejan ver de lejos, no sorprenden al peatón, sus volúmenes contundentes son aviso imperativo. Los carros vienen de una vida larga, durante la cual la ciudad ha tenido suficiente tiempo para frenarlos en las esquinas y obligarlos a mermar velocidades imprudentes.

Cualquier día llovió del cielo la invasión de las dos ruedas excesivamente ruidosas, comandadas por fantasmas con cabezas metálicas lustrosas que parecen pertenecer a extraterrestres. Entonces caminar y cruzar esquinas se volvieron hazañas irritantes. En cualquier momento un golpe y un arrastramiento pueden acabar con la existencia del parroquiano capturado por estos fierros feroces.

Las autoridades han hecho poco, casi nada, para poner tatequietos a estas recientes nubes curvilíneas. Sí, las motos no circulan en línea recta, van esquivando cualquier obstáculo de metal o de carne humana. En cabriolas sorpresivas aparecen por las ranuras entre los autos estos ruidos intempestivos.

De repente el pobre peatón queda suspendido entre el pavor y la cabriola para salvar la vida. Pero su desventaja es patente: ninguna piel humana está hecha para resistir la embestida de estos proyectiles ubicuos y despiadados. Sus conductores a lo sumo sufren el rasgamiento del pantalón. Los paseantes, en cambio son enviados al otro mundo en un instante.

La desproporción es evidente. El motociclista surfea con íntegros sus nervios en alerta y con el dominio pleno de su aparato adecuado a las dos piernas. En cambio, el hombre de la calle avanza por la vida con la confianza de que el andén es sagrado y el pavimento es respetado por los hombres de motor.

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El primero se siente propietario de los centímetros por donde quepa su instrumento de velocidad. El segundo, ingenuo, piensa que la vía pública es pública, es decir que acoge y da seguridad a los ciudadanos de todas las edades, condiciones y fragilidades.

Esta es la terrible desigualdad pública. Son los fierros y la intemperancia contra la candidez y la indefensión. Las vías públicas están hechas para la gente que transita en paz, no para cohetes desbocados. Pero la ciudad cada día se atosiga de más y más motocicletas, arrebatando el espacio y la tranquilidad a sus habitantes.

La circulación está hecha para circular, no para espantar a quienes intentan circular. La enfermedad cardiaca que está matando a más humanos se llama infarto. La enfermedad que está llevando al colapso a las ciudades se llama impertinencia. La segunda lleva a la primera. Y cada vez tiene un culpable más ruidoso: el motociclista.

arturoguerreror@gmail.com

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