Este país y este mundo, cercados de muerte, merecen un pensamiento sobre ella, sobre la muerte. Muerte en el socavón, en la guerra con drones, en la disputa del territorio por los miles de armados, en la unidad de cuidados intensivos, en el asalto callejero, en el pavimento de los motores. Por todos lados ella, la inevitable, la única seguridad sobre la tierra.
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La muerte natural, rodeada de seres amados, aceptada como misión cumplida, es cada vez más escasa. He aquí el espesor de la desgracia. Cada vez más nos morimos cuando no toca y donde no es limpio despedirse. Mientras más vivos existamos en el mundo, más premura muestra la desaparición violenta.
El escritor carioca Machado de Assis adelantó en el XIX una sentencia contundente: “Matamos el tiempo; el tiempo nos entierra”. Para concluir con esta especie de personalización de las cosas, llamó la atención sobre una realidad descorazonadora: “La muerte no envejece”.
Y creyó ver en los ritos funerales un lazo que ata a los vivos con los muertos. Lo expresó con una figura fantasmal: “Me gustan los epitafios; son, entre la gente civilizada, una expresión de aquel piadoso y secreto egoísmo que induce al hombre a arrancarle a la muerte un harapo cuando menos de la sombra que pasó”.
Esa tiniebla harapienta no resulta triunfante en todos los casos. Hay quienes no le conceden documento de ciudadanía. Es el caso de nuestro adalid en las neurociencias mundiales, Rodolfo Llinás, quien fiel al rigor experimental afirmó lo siguiente en una entrevista de hace 10 años: “Qué le voy a tener miedo a la muerte si nunca voy a conocerla. La única muerte que yo no voy a conocer es la mía. La muerte para mí no existe”.
Tal vez este no es el caso de quien pasa sus últimos momentos entre perforaciones de bala. La mirada despavorida, los pasos trastocados, el flujo de la sangre impertinente. ¿Cuál será la última visión de alguien tronchado sorpresivamente sobre la tierra desnuda? ¿Con qué lógica asumirá su despedida tremenda el firmante de la paz “neutralizado” por fusiles que tal vez él mismo entregó hace siete años?
Es evidente que hay muertes de muertes. Unas son continuidad armónica con la vida, otras estallan como insensatez. Es difícil imaginar la parálisis de sentido ocurrida a una mujer víctima de feminicidio. Quien juró protegerla toda la vida, quien la fertilizó con varios hijos, es ahora el perpetrador de su desaparición. La muerte contra el amor es sin igual incoherencia.
Este país y el mundo están en mora de despojar a la muerte de harapos sanguinolentos. Es obvio que el objetivo no es acabar con la muerte, pues sabemos que ella siempre gana la partida, primero acaba ella con nosotros. Lo que es deseable y posible es una aceptación de la muerte en marcos evolucionados. Uno de ellos, tal vez mínimo, lo planteó Heródoto, el padre de la historia: “La muerte es un refugio delicioso para los hombres cansados”.
Seguramente hay otros marcos, más sublimes. Cada cual puede aspirar a competir con Heródoto.