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El diez se posesionó Maduro como presidente de Venezuela sin serlo. Y el veinte se posesiona Trump como presidente del mundo, también sin serlo. Nadie pudo atajar a Maduro porque lo sostienen un ejército y tres países autocráticos del otro lado de la Tierra. Trump pudo más que la justicia, a pesar de su treintena de juicios, porque lo sostienen los millones y trillones de dólares propios y de muchos multimillonarios.
Así arranca la realidad de la desmirriada democracia orbital, en este año en que termina la primera de cuatro porciones del siglo XXI. El común denominador de los usurpadores es el descaro: “Así soy yo y así me quedo, duélale a quien le duela”. Aquella ilusión de igualdad de derechos, y de poderes y contrapoderes, quedó reducida al bagazo, al residuo aplastado como el de la caña de azúcar.
Soldados y billetes son un argumento serio. Se yerguen contra aquellos que confían en valores e ideas que la humanidad ha ido destacando como insignias de la mejor manera de ser hombres y sociedades. Aplastan, mediante el poderío y la corpulencia, por encima de las multitudes y los paradigmas.
Nada valieron las manifestaciones de reprobación de millones de venezolanos exiliados; nada las protestas de la prensa internacional y de mandatarios de países democráticos. Nada lograron los críticos de los estrafalarios anuncios sobre anexiones de países, islas, canales, proferidos por Trump, pues él exhibía a su lado la mole financiera de Musk.
Cuesta dificultad calcular la enseñanza que obtienen, de este par de espurios mandatarios, los niños y muchachos que hoy se asoman al futuro cuando de adultos quieran orientarse sobre las mejores formas de convivir y sobrevivir. ¿La vida se define por la cantidad de billetes en el bolsillo? ¿O por la potencia de músculos y armas para hundir a los demás?
Los poderosos de hoy están manchando la herencia de la civilización. Ingresan en tropel, prolongan su estadía a sus antojos, consiguen aliados a los que se juntan por miedo y ambición. Acabaron con lo que antes se llamaban valores, pues creen que ellos mismos valen lo que pesan en oro o en fuerza de milicias.
Así, estamos entrando en una era de sálvese quien pueda. Se extinguirá poco a poco la solidaridad; cada individuo será la regla soberana de su propio valor; todos competirán a arañazos y zancadillas. La medida de todas las cosas dejará de ser el ser humano o el orden de la naturaleza. Volverá la ley del más fuerte, el tronar de las botas, el tintineo de las monedas áureas.
He aquí el inicio de la guerra mundial más profunda, aquella cuyas bombas arrasarán almas y corazones, dejando como despojo los huesos dispersos de todos los competidores, incluidos los amos marciales y sus banqueros proveedores. Desde ya se podría esbozar la versión final de la Guerra de las Galaxias, de Ronald Reagan, tras de la cual saldríamos todos ahora sí en átomos volando.
