Las calles de la ciudad son termómetro de la cultura y estética públicas. Los días van sumando elementos que llaman la atención de los transeúntes, pero pocas veces se conocen reacciones individuales o colectivas a la índole fina u ordinaria de este mobiliario cotidiano. Y de esta manera se construye el sabor espiritual de la ciudadanía.
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Nadie, por ejemplo, es capaz de recordar la fecha en que los andenes se comenzaron a llenar de unos espantosos muñecos plásticos inflables que pretenden “invitar” a los caminantes para que ingresen a los almacenes y otros negocios. La principal característica de semejante publicidad es un brazo móvil intimidante.
Las personas desfilan a veces por vías atestadas, cuando de improviso sienten que uno de esos monigotes les va a dar una cachetada. Mediante un mecanismo de aire comprimido, una extremidad del espantajo se levanta y se retira de modo conminatorio. Es preciso entonces agacharse para no recibir el golpe propagandístico.
Quienes idearon este gigantesco mamotreto han de estar millonarios. No les preocupa la salud mental de sus asustadas víctimas ni el efecto contraproducente que causa este invento a los establecimientos comerciales. En realidad, más que impulsar el deseo de ingresar a estos y hacer alguna compra, los enormes muñecos espantan a los clientes potenciales.
Los transeúntes por lo general van de afán. Pero cuando marchan relajados montan guardia contra estos brazos intrusos y se esfuerzan por agachar la cabeza para librarse de esta amenaza que los coge desapercibidos. Ya han tenido mucho trabajo para evitar a potenciales atracadores y demás improvisados amigos de lo ajeno.
Así pues, las marionetas inflables se erigen en mecanismos de disuasión y hartazgo. Ya la gente anda hastiada de obstáculos al libre tránsito peatonal y no admite que los vendedores le planten un gigante de caucho para obligarla a ingresar a establecimientos que además la reciben con un susto vagabundo.
En vez de hermosear las calles, los dueños de almacenes están afeándolas. Les propinan un ingrediente antiestético que, poco a poco, va configurando el mal gusto público. Y lo que podría ser un itinerario plácido por las vías urbanas se convierte en sobresalto. Lo más grave es que de este modo se construye la noción colectiva de ciudad.
La casa de todos, que son las arterias y avenidas, se visten de agresividad. Los residentes se parapetan en su irritación de siempre. Se desaprovecha una ocasión de acogida, de saludo a los vecinos. Y el simple hecho de vivir se vuelve una hazaña. De eso a que las familias al regresar a casa se sientan entre perros y gatos, no hay mucho trecho.
Los colosales títeres inflables que abofetean en las calles no representan únicamente un desacertado sistema de publicidad al aire libre. Indican la falta de imaginación de los creativos y el pésimo concepto que estos tienen de los vecinos de sus urbes. Porque no se trata de vender más, sino de respetar la decencia de la concurrencia y de contribuir a las buenas maneras de los habitantes de la gran ciudad.