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Martín Castillo es un genuino vencedor colombiano de las varias calamidades vitales que ofrece esta tierra a sus hijos desheredados. Nació niña, creció más como niño y luego fue una cosa sin dejar de ser la otra. Y no se sabe qué lamentar más, si lo acarreado por su condición de trans o la soledad y violencia que lo han acompañado a lo largo de casi toda su vida.
Nació en Bogotá en 1983. Creció en la tierra minera de Muzo, cuando tuvo lugar la guerra de las esmeraldas que en una década dejó acribilladas en el pavimento a cerca de 200 personas. Su padre fue dueño de minas, de dos pistolas brillantes al cinto y de un mal genio de los mil demonios. Él también había sido víctima de un hogar destruido y de violación por parte de familiares.
Así se forjó el acero de Yasmín, como se llamaba Martín cuando era niña. Tuvo que encargarse de su hermano menor, en medio de la amargura de su madre engañada y frustrada en su aspiración de estudiar. Se escondió debajo de la cama cada vez que tronaban las balas de las bandas enceguecidas por el brillo de las gemas más apetecidas del mundo.
Luego de nueve años de derroche paterno y muertes callejeras, el pedazo de familia que quedaba se trasladó a los barrios más pobres de Bogotá, donde Martín luchó para ocultar sus contornos femeninos que eran objeto de burla en los colegios y reuniones juveniles.
A sus 16 se fue de la casa, arrastrando una dualidad sexual que lo atormentaba. Comenzó una vida independiente en las calles malevas de la capital, alquilaba dormitorio en antros, comía una sola vez al día, solo contaba con una muda de ropa, el cepillo de dientes y las ganas de tomarse el mundo por asalto.
Vendió baratijas en los buses, hizo parte de los ofendidos y olvidados. Dos energías los sostenían: la naturaleza y las ganas de estudiar. Pájaros, árboles, montañas le hablaban y él les respondía. Consiguió entrar al bachillerato y tras varias suspensiones de meses, logró graduarse.
Todo esto en medio de su combate sexual. Por fuera no había duda de su naturaleza femenina, pero por dentro lo atosigaba la convicción de ser un hombre. Intentó hacer la transición de un género a otro, se intoxicó con testosterona, buscó auxilio en entidades médicas, se unió a la lucha LGBTIQ+. Tuvo novias, trató como pudo de ajustarse a la rígida regla social en este campo.
No se satisfacía. Trabajó en cuanta puerta laboral se le abría. Hizo carrera universitaria e incluso un posgrado en Centroamérica. Supo vivir como los desheredados de la fortuna. Estudió sin comprar libros, consultando sus páginas gracias a fotocopias y préstamos.
Su búsqueda lo llevó a los alrededores de Villa de Leyva, donde conoció a la periodista y documentalista Ana María Echeverri, quien, con su ojo clínico, descubrió en él a un ser fuera de serie. Ahí comenzó la entrevista de siete años que dio origen al libro Yo soy yo. La asombrosa transición de Yasmín a Martín (Planeta, septiembre 2024), una narración en primera persona, cuya lectura es imposible de suspender una vez que se inicia.
