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Si usted llega, en este país en guerra, a las urgencias de una clínica, a causa de una dolencia no tan grave, olvídese de comer, dormir, descansar, en los siguientes dos o tres días de encierro. La guerra se mezcla con los rezagos de una epidemia que fabrica sufrientes al por mayor.
En realidad son dos guerras, la que se escucha a diario en esquinas y noticieros y la que usted ha experimentado a lo largo de estos dos años virales. Igual que las dos confrontaciones que postraron al motociclista que protagoniza “La noche boca arriba”, fenomenal cuento de Julio Cortázar.
Este resbala su insecto de metal zumbante por no atropellar a una mujer, y resulta averiado. “Lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura”. Al menos este muchacho tuvo pieza y cama. En nuestro medio, a usted le dan una bata que le deja la espalda al aire y lo depositan en una silla, crucificado por agujas intravenosas.
Comienza el cortejo de los desesperados. Una mujer tirada en el piso atisba los alaridos de su marido, que puja entre dolores de cálculo renal. Se escuchan los llantos de otra que acelera por el pasillo con su hijito en brazos. “No cierres los ojos, chiquito, tienes que ser fuerte, vas a sobrevivir”, gime.
El motociclista entra en pesadilla y ahora es un indio moteca, antagonista y aledaño de los aztecas. Estos han salido a cazar enemigos para sacrificarlos en su guerra florida. Cortázar relata la persecución de los guerreros, el despojo de su amuleto protector, las antorchas entre las ramas, la captura con sogas.
Usted sacrificó la noche acurrucado boca arriba en la silla del tormento, sin probar bocado por no estar oficialmente hospitalizado. Subsiste gracias a la manguera transparente del suero, aspira olor de hospital y quejido de colegas de suerte. De vez en cuando aparece un ángel, que ignora su naturaleza celeste. Es una enfermera que sonríe, distribuye paciencia, es enviada especial del sentimiento de humanidad.
Al día siguiente arrecia la caravana persecutoria. Hombres altos, flacos, calvos, vestidos de blanco, practican rondas en corredores brillados por tropas de aseadoras omnipresentes. Los perseguidores blancos van veloces sin mirar a nadie, aparecen y desaparecen en las pulidas curvas del laberinto hospitalario. ¿Quiénes son? ¿Qué papel cumplen?
El moteca capturado “pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio… Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne… Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio”.
Pesadilla allá, pesadilla acá. Mentira infinita de un sueño que no sabe cuál es la realidad y cuál la farsa. Los pacientes clínicos de estos tiempos egresan sin saber si ya los quemaron y descorazonaron o si todavía sobreviven a nuestra locura cotidiana.
