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Todo mundo aspira a tener una casa. No importa dónde ni de qué tamaño, pero que sea propia. Boxeadores y ciclistas se borran la sombra siempre que logren regresar con una casa de regalo para la mamá vieja. La lucha de los recién casados no descansa hasta comprar la casa donde criar a los tres chiquitos que les regaló la noche.
La casa libra a la gente del arriendo mensual, del sirirí del cobrador, de la errancia de barrio en barrio cuando los echan. Vivir en lo propio es conquistar por fin un lugar en el mundo. Es sentir el arraigo, saberse habitante de un planeta, volverse árbol con raíces. La casa es el verdadero vestido y el escondite contra las flechas de la realidad.
Al estrenar techo, cada cual experimenta este verso de Víctor López Rache: “Esta casa / en apariencia fue construida a la medida / de nuestras angustias y nuestras esperanzas”. Y no importa que el futuro sea bien colombiano: “Pero no intentemos buscarle una salida: / En torno a nuestra casa / calladamente se extienden círculos de fuego”.
La catástrofe principal de este país es la expulsión de millones de campesinos que alguna vez tuvieron su rancho y su tierra. Se cuentan por millones. Y el rosario de desplazados granea, un día sí, el otro también. Antier en Buenaventura, ayer en el Catatumbo, hoy en el Chocó. añana en cualquier lugar del mapa.
Para ellos la casa vino adosada al cultivo del que arrancaron la subsistencia. Hoy perdieron la casa y el sitio de la siembra. Su desgracia es doble, triple. Llegan a la ciudad a arañar los cerros donde no hay agua ni luz ni transporte. Solamente la vista de una prosperidad en ladrillo y asfalto ante la cual experimentan el desprecio de seguir vivos.
Así que unos buscan comprar la casa propia y otros saben que no logran ni desearla. Los primeros aspiran a conquistar raíces, los segundos a por lo menos seguir respirando. Sueñan con la época en que eran alguien, igual a las gallinas y las vacas.
Enrique Buenaventura, dramaturgo y poeta, proclamó una consigna que tal vez concilie a los que tienen, los que no pueden tener y los que se mueren por tener: “Tenemos que construir algo / que no sea una casa / sino nosotros mismos / Algo que no ofrezca resistencia / a nuestros cambios / y hay que construirlo / en un lugar público / donde seamos para nosotros / lo que somos para los demás”.
Tal vez la única casa de donde nadie nos puede expulsar sea ese “nosotros mismos”. Tampoco se compra esta casa. Se construye no para nosotros exclusivamente, sino teniendo en cuenta a los vecinos del barrio, de la ciudad, del país, en últimas del mundo. Es una morada con ventanas abiertas a los cambios de quienes la habitan y de los que los rodean.
La propuesta de Buenaventura no es puramente una terapéutica ni una metafísica ni una política. Es más bien una poética. Es decir, un modo de vivir en conexión con la interioridad de cada uno, con las metamorfosis de la existencia y con las demás criaturas que nos hacen hombres.
