Ante todo, la pólvora es una fuerza. Una chispa, una mecha, encienden las potencias rojas incontrolables. La pólvora es alegoría de furia o exaltación. Cuando los alquimistas chinos de fines del primer milenio la descubrieron, en sigilo pudieron compararse con Prometeo, ladrón del fuego de los dioses griegos.
Esos sabios arcaicos, expertos en mezclar sustancias, fallaron con la inmortalidad pero triunfaron con esta energía sobrehumana. De ahí en adelante la humanidad se asesinó más amablemente. No vencieron con la inmortalidad pero sí con el envío instantáneo de los enemigos a la muerte eterna.
Como sea, bordearon la divinidad y lo infinito. Es difícil señalar un invento posterior que sostenga semejantes propiedades. Los alquimistas fueron los primeros premios Nobel de química. No obstante, la mala prensa de la historia los relegó a superchería.
Un cóctel de tres sustancias inocentes, salitre, azufre y carbón, les proporcionó una explosión que por parejo propulsa proyectiles y eleva pirotecnias para enardecer multitudes, en especial a niños. Sus retortas fueron antecedente de los pasmosos túneles aceleradores de partículas contemporáneos. Y claro, de las tremendas hiroshimas del XX.
Tal es la estatura de aquellos científicos creyentes en el Tao, una de cuyas premisas es “Anticipa lo difícil gestionando lo fácil”. Los chinos no inventaron la pólvora, la desentrañaron. Estaba ahí, en la naturaleza. Los elementos aislados no operaban, faltaba mezclarlos con paciencia para que la suma exacta de varios consiguiera lo que solitarios no podían.
Tal vez la fascinación fue la primera aplicación de la pólvora. Se le llamó fuegos artificiales. Hicieron brillante la noche, con estrellas que salían de la tierra. Invitaron a la gente a mirar para arriba y allá presentaron gala de color, luz y fugacidad. También la estremecieron con sonidos, conflagraciones cándidas. Todo esto antes de que la mezcla fuera propulsión de armas letales.
Las bengalas que no han podido ser desterradas de las navidades son herencia tanto de aquella fiesta como del orgullo guerrero. Alboradas, fuegos pirotécnicos, luces artificiales, totes y voladores conservan reminiscencia festiva y ardor bélico. Por eso, con ellas fanfarronean los traficantes de narcóticos y divierten a su prole los oficinistas liberados momentáneamente del yugo.
La pólvora es difícil de erradicar porque es a la vez juego y fuego. Para muchos, sin estallidos no hay fiestas de fin de año. Otros se creen deidades porque manipulan el fuego, hacen estallar el horizonte, suben al cielo el poderío de sus pulmones. Pocos piensan en las consecuencias vitalicias de quemarse, de ver explotar la candela entre sus dedos rebanados.
El trópico y el licor completan la pócima dañina. Una autoridad que no comprenda la hondura de arrojo presente en el malabarismo ilusorio del fuego, con dificultad hallará un lenguaje convincente para desterrar las calamidades concomitantes. El fuego y el fuego son una dupla enmarañada.