El ejercicio del poder político no es asunto sencillo. Entre nosotros se le compara con el trajín de un jinete. A los presidentes se les dice que están subidos al potro del poder. Es decir, a un animal indómito, que brinca encabritado y trata de quitarse de encima a su amo.
En esa lógica afirmaba Lope de Vega que “quien gobierna, mal descansa”. El mando no es solamente el privilegio de sentirse imperial y aplaudido en aeropuertos, plazas y aulas. Es, ante todo, la ofuscación de no tener un minuto propio, de deberse día y noche a una responsabilidad inapelable.
En estos tiempos mafiosos, los sicarios colombianos se volvieron artículos de exportación. Sus balas sacan de la vida a mandatarios, candidatos, fiscales y otros estorbos de los patrones que pagan por los magnicidios en tierra, mar y aire. Estos tiradores no fallan, pues han sido entrenados en los cuarteles y sus mirillas son milimétricamente dosificadas en arsenales de dios y patria.
¿Quién podrá, pues, dormir reposado en los blancos palacios del mando? Lope, prolífico poeta y dramaturgo del Siglo de Oro español, desentrañó en su obra no solo el peso sino el reposo de los gobernantes. Así supo sobre la tristeza de su descanso.
Dos siglos más tarde, su colega alemán Christian Hebbel intentó penetrar en el secreto de la autoridad pública. Con su escrutinio de poeta escribió una sentencia referida a su oficio artístico, pero extensible a los ardides del poder: “el asunto es el problema; la forma, la solución”.
Así pues, todo mandatario ha de tener claridad sobre su línea política y su discurso, es decir sobre el contexto de su territorio y su propuesta de solución a ese “problema”. Pero la “solución” pertenece a otro nivel de análisis y práctica. Este nivel es la “forma”. Igual que en el arte, la obra del gobernante se resuelve en la forma, es decir en los actos y comportamientos.
De modo que la historia lo juzgará por sus formas, por esa dura fidelidad que arrojen sus palabras sobre sus actos y sus maneras. Y en este punto importa escuchar la precisión que proporciona Mahatma Gandhi: “debemos convertirnos en el cambio que queremos ver en el mundo”.
Hay una gradación argumentativa en esta línea de pensamiento. El presidente que aspire a dormir bien, durante y después de su mandato, debe ser un paladín del diagnóstico sobre la agonía del conjunto de su población y un desvelado ejecutor del bálsamo apropiado. Para no perder de vista las formas exigidas por su alto cargo, las acciones de este líder tendrán que asimilarse al modelo de mundo anhelado y al calor con que él mismo asuma ese patrón en su persona.
Pero, claro, no estamos en la era dorada española ni en la India de su independencia ni en la Alemania atormentada del XIX. Nos movemos en plena Colombia fusilera, donde perturban fiscales galácticos y empresarios acaparadores de medios de información. Aquí el potro del poder no solo da mal descanso, sino porrazos que ponen en riesgo la vida y honra del artista.
El ejercicio del poder político no es asunto sencillo. Entre nosotros se le compara con el trajín de un jinete. A los presidentes se les dice que están subidos al potro del poder. Es decir, a un animal indómito, que brinca encabritado y trata de quitarse de encima a su amo.
En esa lógica afirmaba Lope de Vega que “quien gobierna, mal descansa”. El mando no es solamente el privilegio de sentirse imperial y aplaudido en aeropuertos, plazas y aulas. Es, ante todo, la ofuscación de no tener un minuto propio, de deberse día y noche a una responsabilidad inapelable.
En estos tiempos mafiosos, los sicarios colombianos se volvieron artículos de exportación. Sus balas sacan de la vida a mandatarios, candidatos, fiscales y otros estorbos de los patrones que pagan por los magnicidios en tierra, mar y aire. Estos tiradores no fallan, pues han sido entrenados en los cuarteles y sus mirillas son milimétricamente dosificadas en arsenales de dios y patria.
¿Quién podrá, pues, dormir reposado en los blancos palacios del mando? Lope, prolífico poeta y dramaturgo del Siglo de Oro español, desentrañó en su obra no solo el peso sino el reposo de los gobernantes. Así supo sobre la tristeza de su descanso.
Dos siglos más tarde, su colega alemán Christian Hebbel intentó penetrar en el secreto de la autoridad pública. Con su escrutinio de poeta escribió una sentencia referida a su oficio artístico, pero extensible a los ardides del poder: “el asunto es el problema; la forma, la solución”.
Así pues, todo mandatario ha de tener claridad sobre su línea política y su discurso, es decir sobre el contexto de su territorio y su propuesta de solución a ese “problema”. Pero la “solución” pertenece a otro nivel de análisis y práctica. Este nivel es la “forma”. Igual que en el arte, la obra del gobernante se resuelve en la forma, es decir en los actos y comportamientos.
De modo que la historia lo juzgará por sus formas, por esa dura fidelidad que arrojen sus palabras sobre sus actos y sus maneras. Y en este punto importa escuchar la precisión que proporciona Mahatma Gandhi: “debemos convertirnos en el cambio que queremos ver en el mundo”.
Hay una gradación argumentativa en esta línea de pensamiento. El presidente que aspire a dormir bien, durante y después de su mandato, debe ser un paladín del diagnóstico sobre la agonía del conjunto de su población y un desvelado ejecutor del bálsamo apropiado. Para no perder de vista las formas exigidas por su alto cargo, las acciones de este líder tendrán que asimilarse al modelo de mundo anhelado y al calor con que él mismo asuma ese patrón en su persona.
Pero, claro, no estamos en la era dorada española ni en la India de su independencia ni en la Alemania atormentada del XIX. Nos movemos en plena Colombia fusilera, donde perturban fiscales galácticos y empresarios acaparadores de medios de información. Aquí el potro del poder no solo da mal descanso, sino porrazos que ponen en riesgo la vida y honra del artista.