El tapabocas defiende del qué dirán. Anula labios resecos, bigote mustio, dientes faltantes o torcidos, nariz ancha y nariz mínima. Da al traste con el ochenta por ciento de la personalidad. Y el ochenta por ciento de la gente vive acomplejada con su figura. Por eso la mascarilla es una salvación.
En las aceras, en Transmilenio, en los supermercados, en las filas que esperan la misericordia de los burócratas, el pañito contra el virus protege la vapuleada autoestima general. Por eso las mayorías se acostumbran a mantenerlo bien asegurado. Es una de las herencias que deja la pandemia, la lánguida ganancia de la desgracia.
Cuando un transeúnte sale de un recinto -restaurante, cafetería, consultorio médico- donde es lícito o cómodo no colgar de las orejas el adminículo, se apresura a recuperarlo sobre su cara. ¡Qué peligro que me identifique alguien!
La mascarilla es el velo islámico naturalizado en el platanal a fuerza de confinamientos y mensajes de miedo durante dos años. Muchas mujeres asiáticas que sufren el espionaje de los ayatolas defienden ante la prensa los ropajes que las ningunean. Del mismo modo, la cabeza de muchos habitantes de nuestro país “libre” es colonizada por el tapen-tapen impuesto a lo largo de tantos días.
Al principio de los confinamientos y demás medidas hubo rechazo, pataleo de libertinos que reivindicaban sus derechos individuales. Poco a poco hizo mella la rutina y las gentes llegaron a experimentar consuelo con el trapito del ocultamiento. Prefirieron salir de sus casas y encapsularse, hasta regresar convencidas de que nadie infectó con un saludo su narcisismo inflado.
Se pensó que el legado más feroz de la pandemia sería la vigilancia milímetro a milímetro sobre cuerpo y mente de los ciudadanos. No se advirtió que esta Gestapo era mecanismo impuesto desde afuera. Se descuidó la verdad de que la cárcel suprema proviene de las órdenes implantadas en el ADN de cada ser.
Hoy se observa que el tapabocas conquista en silencio las ranuras craneales donde las personas se mandan a sí mismas. Esta jurisdicción sobre sí resulta más eficaz que miles de gendarmes, que millones de algoritmos entrometidos. Peor que una sociedad convertida en panóptico es un conglomerado que no necesita ser acechado porque solicita el instrumento de su condena: la tela en la cara.
Es adivinable que el día en el que el gobierno anuncie la inmunidad de rebaño, y suprima lavado de manos y distanciamiento, muchos se negarán a quitarse el tapabocas. En público, los tapados se diferenciarán de los descubiertos. Los enmascarados seguirán reprochando a los desjuiciados. La polarización habrá ganado otro terreno.
Se necesitarán campañas para recordar los tiempos en los que se daba la cara sin tapujos. Pero será difícil convencer a quienes hicieron buenas migas con la máscara protectora de los tímidos. La reconquista de la identidad será faena larga, encontrará oposición y supondrá la reconstitución íntima del género humano.