Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Cuatro años después de haberse publicado en Los papeles del goce la novela Primero estaba el mar, su autor ganó en 1987 el Premio Nacional de Novela de Plaza y Janés. Tomás González andaba en sus treintas y el salto de aquella primera edición en mimeógrafo, nocturna y bailarina, a la pasta dura del premio debió significarle un respiro a su vida soñadora y andariega.
Todo es olvido y todo conduce hacia la nada, pues “morirse es tan largo como vivir”. De ahí que el título de su obra haya sido Para antes del olvido. Su familia antioqueña —más precisamente de Envigado—, en la que empuja en primera línea su tío Fernando González, el brujo de Otra parte, con seguridad le brindó modelos de humanidad que nutren sus ficciones.
Son gentes extremas, hombres poseídos por el tormento de la poesía y mujeres plantadas por sus novios juveniles, las cuales en su vejez “ya dormidas, vuelven a dormirse... (para poder lograr) un poco de paz o de reposo”. González conoce de dónde viene el carácter de su tierra natal y de la capital del país cuando era todavía aldeana.
Pinta a sus coterráneos “en el ambiente de ferocidad y violencia que desde hace muchos años subyace (telón de fondo, abismo tenebroso) en todas las actividades de los hombres antioqueños”. Bebedores de aguardiente, tal cual malevo, como uno que al despedirse de una visita recomendó al jefe de hogar “que cuando tuviera algún problema, ‘necesidad de bajar a alguien’, cosas así, no dudara en llamarlo”.
A propósito del final del Hotel Japonés en Bogotá, apunta que se hizo “siguiendo la tradición de una tierra donde la historia en gran parte se construía destruyendo”. Al encontrarse en un sitio de vacaciones con parejas de novios que conversaban, comenta que “hablaban con el inconfundible acento de la oligarquía bogotana, florido y azucarado... ¡Qué pequeño es el cerebro de estos sportsmen, simpáticos, no hay duda, pero completamente poseído por la chifladura de la elegancia!”.
El ojo de Fernando González ve más allá de las cuatro dimensiones. Para mostrar a uno de sus personajes que había escrito el desvarío de quinientas páginas en tono grandilocuente y sin ninguna posibilidad de éxito editorial, asume el comentario de uno de sus amigos: “Ni siquiera me atrevería a decir que es un fracaso... Estás fuera de época, sea la que sea”. Y concluye con esta alusión anatómica: “caminaba como si le hubieran puesto el pie izquierdo en el tobillo derecho y viceversa”.
Acerca de un escritor que silenció su pluma por causa del nuncio, da una razón alternativa: “O tal vez del escepticismo general sobre las posibilidades de civilizar aunque fuera un poco aquel país de sacristanes”. Ya hacia el final de, despliega el siguiente cuadro casi de ultratumba: “Todo viajaba de un modo armonioso y lento hacia el vacío. ‘¡Y tan joven que se veía!’, diría un rato después Josefina refiriéndose a la súbita muerte de la abuela de León veinticinco años atrás, en un perpetuo proceso de reconocimiento donde las preguntas... empezaban a recordar los recitados monótonos de la gallina ciega”.
