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Es peligroso torpedear la democracia. Son los políticos quienes más desacreditan esta manera de portarnos en común. Es alarmante la cantidad de gente a la que le da lo mismo la suerte de los asuntos públicos. Tanto desgastan la democracia los políticos, que los jóvenes ni se enteran sobre qué barril de pólvora viven.
Muchos se derriten en elogios hacia la democracia. Pero es tan mala la calaña de estos lisonjeros, que nadie cree en su entusiasmo. Ante todo, porque detrás de cada palabra que malgastan hay detrás muchos intereses, contratos por venir, alianzas con el diablo. Han convertido la política en un modus vivendi, es decir, en una trampa para mantenerse al modo millonario.
A golpes de hipocresía acabaron con los partidos políticos, con las ideas altruistas, con la fe del pueblo en los líderes. Todo lo contaminaron, eso lo saben o lo intuyen los ciudadanos en la calle. De ahí que en las encuestas electorales es difícil que los candidatos punteros suban del quince por ciento.
Las dos terceras partes de los aspirantes a dirigir el Estado son delfines, herederos de padres que no los criaron. La otra tercera parte se inscribe en la contienda porque ha perfilado su lugar en largos años de servilismo y complicidad con los caciques de la compra de votos y demás delitos contra el sufragio.
Como no hay partidos, tampoco hay ideologías. Subsisten pequeñas camarillas apoyadas por fanáticos que vociferan en las redes sociales aplastando a los contrarios. En eso se convirtió la controversia, en pelea de perros y gatos. A punta de engordar las ofensas contra los del otro lado, olvidan los programas, la visión estratégica sobre una sociedad mejor.
De esta forma se mantiene la polarización política. Esta ya no se da entre mayorías ni entre líderes, sino entre pequeños remanentes de los antiguos bandos. Los polos opuestos de hoy son eso, polos, extremas comarcas en donde subsisten los beligerantes de cada secta. Entre tanto, las mayorías, extenuadas, miran para otro lado.
Las viejas generaciones, curtidas en las luchas de hace cien o doscientos años, se fatigaron de tantos muertos, exiliados, pordioseros. Hoy desvían la mirada hacia otro lado, se postran en sus sofás hartándose de la bazofia de las redes sociales repetitivas.
Los jóvenes habitan en otra galaxia. No hallan entusiasmo en los campos de cenizas donde chapalearon sus antepasados. Tienen horror del próximo futuro, se niegan a participar en la larga carrera hacia puestos públicos, se angustian por la urgencia de agenciarse un emprendimiento que los lleve a una vida mejor para ellos y sus cercanos amores.
El país, en tanto comunidad de historia y de proyecto, se va quedando sin dolientes. Nadie sabe hacia dónde marcha el porvenir. Entre tanto, en las imágenes internacionales los dementes blanden melenas y motosierras, amontonan prisioneros tatuados, se visitan en sus trenes blindados, firman alianzas para repartirse el mundo.
Se acaba la democracia sin que el planeta se haya enterado en qué consiste la democracia.
