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Una cosa es la libertad de expresión. Otra, muy distinta, es la explosión de campañas sistemáticas para desacreditar al oponente buscándole el lado flaco a cada tuit, a cada video, a cada declaración, a toda postura pública del pasado. En este complot vienen cayendo los usuarios de redes sociales y los periódicos, revistas y noticieros de radio y televisión.
Abre usted el ojo cada día, sintoniza las noticias para que no lo cojan en ayunas las novedades y ¡zas! Resulta atrapado por una sarta de aparentes informaciones que son opiniones, fragmentos de discursos escogidos para sacar de contexto los planteamientos, entrevistas recortadas en el momento apto para clavarle banderillas al personaje.
Su anticipo de desayuno viene con un condimento. Es el recorrido por la lacra nacional. Las regiones salen a la luz en boca de comandantes militares que registran la lista de abatidos, heridos y apresados por los mil y un delitos imaginables. Las oficinas policiales son fuente predilecta de los infaltables sucesos urbanos de atracos, feminicidios y homicidios.
Los periodistas van a la fija a escarbar entre los uniformados, porque saben que allí abunda la dosis de sangre y de alarma. Así se ganan el sueldo, así aturden y atemorizan a la población indefensa que los oye. El país se alimenta desde la madrugada con esta ración de miseria y bala, presentadas como la normalidad cotidiana.
Los expertos entrevistados para cada ángulo de la desventura se seleccionan igualmente con pinzas. Ayudan a encender la pradera, proporcionan razones para el desprecio de ser colombianos. A lo mismo contribuyen políticos en trance de reencauche, abogados en trance de hacerles publicidad a sus corporaciones profesionales, exministros en trance de dar lustre a sus viejas ejecutorias.
Los promueven al rango de periodistas para que entreguen sus análisis con apariencia de imparcialidad y realidad de embuchados personales y políticos. De esta forma se construye un conglomerado sesgado que vicia la profesión informativa y envilece el oficio de la opinión.
El resultado de esta contaminación antiperiodística es la enfermedad mental colectiva. Cada colombiano termina odiando a cada colombiano. Cada colombiano reafirma su convicción de vivir en el peor de los mundos posibles. Cada colombiano siente temor de ser colombiano.
Ni hablar del tiroteo mediático que se forma contra el mínimo intento de cambiar cualquier llaga del país. Es como si, desde las altas oficinas donde se han cocinado los destinos colectivos, se dieran órdenes a los manejadores de opinión para que pinchen a diestra y siniestra las carnes de los ciudadanos, de modo que todos se contagien del cólera, de la lepra, del virus de “esto se lo llevó el diablo”.
Así se destruye la fe en las instituciones, así se lanza a la ciudadanía a la ley del sálvese quien pueda, así se marchita de raíz la confianza en que alguna mañana amanezcamos en una vida que merezca vivirse.
