Los muchachos de hoy ya no quieren estudiar carreras universitarias largas. Prefieren matricularse en programas que duren dos o tres años y que les suministren habilidades técnicas o tecnológicas. Opinan que no tienen tiempo para aplazar el ingreso a trabajos remunerados que les solucionen su vida económica.
Son jóvenes atenazados en el actual mundo que ha puesto al dinero por encima de todo. Al terminar el bachillerato abren rápidamente los ojos y contemplan la impiedad de una sociedad donde todo se valora según el signo pesos y concluyen que los billetes se amañan en los bolsillos de la gente que haya sabido ahorrarlos.
¿Para qué malgastar las pestañas en libros y clases que tomen cinco o seis años en conceder el diploma, es decir, la autorización para comenzar a buscar puesto? ¿Qué sentido tiene romperse los sesos intentando seguir las elucubraciones de profesores expertos en teorías e historias sobre cómo es el mundo?
Estas mujercitas y hombrecitos, apenas salidos de la adolescencia, han sido estimulados desde toda clase de nuevos medios de comunicación para llegar a ser expedicionarios dispuestos a tomarse, ya no el cielo, sino la tierra por asalto. Por eso quieren que los instruyan en cómo manejar las técnicas y cómo sacar de ellas el mejor provecho financiero.
Por eso son desertores de los programas tradicionales ofrecidos desde antiguo por las universidades. ¿Y cómo están reaccionando estos centros educativos tradicionales, alarmados por el descenso de matrículas? Haciendo investigaciones sobre qué quieren estudiar los nuevos jóvenes y durante cuánto tiempo están dispuestos a aplazar su ingreso al sistema salarial.
Los educadores saben la respuesta, pero se sienten acorralados detrás de sus escritorios elevados. Entonces optan por rendirse y seguir la corriente. Abren nuevas y cortas carreras, técnicas y tecnológicas, para atraer las matrículas esquivas y así terminar de pagar los edificios elegantes emprendidos en los recientes lustros.
Los estudiantes pasan a ser entonces clientes a quienes hay que halagar y dar razón en lo que pidan. Así, las universidades se convierten en politécnicos, obedecen a las necesidades del mercado y dejan a un lado su nombre y la misión para las que fueron creadas hace mil años: considerar “el conjunto de todas las cosas”.
Es obvio que este origen no implica caer en el enciclopedismo. No se trata de abarcar lo inabarcable, sino de profundizar en la generación de conocimiento a partir de cada disciplina contemplada. Además, materias hoy poco atractivas salarialmente, como filosofía, humanidades, artes, tendrían que valorarse por sí mismas y por su aporte esencial para comprender el papel de las asignaturas del espectro técnico.
El ser humano es complejo y cada individuo es un misterio. De ahí que la educación merezca más que una perspectiva de mercado. Educar no es adiestrar jóvenes en procedimientos mecánicos. Es ampliarles los motivos para contribuir a la construcción y embellecimiento general de la vida.