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El catastrofismo se está tomando al mundo. Los habitantes de este pobre planeta están siendo bombardeados día a día por anuncios de que esto se va a acabar. Las guerras comienzan antes de comenzar y cuando ya son realidad roja se descubre que fueron aupadas por fuerzas más allá de los países martirizados.
Lo cierto es que estos países siguen viviendo, produciendo, alimentándose, solicitando ayuda en drones no tripulados a aquellos que los fabrican como negocio y como advertencia para que no les perturben su paz. Pero la hecatombe continúa en los medios masivos, las redes digitales y la atormentada mente de quienes los consumen.
Continúa saliendo el sol todas las mañanas y se acuesta igual que cuando vivían los primitivos habitantes. Sin embargo, entre los vivientes actuales está sembrada la tragedia que está a punto de estallar. El cañoneo ha sido virtual y eficaz. Comenzó con la amenaza ambiental que puso a la gente a idear escondrijos subterráneos.
En muchas casas urbanas, los habitantes temblorosos guardan un botiquín de primeros auxilios y víveres embalados para que duren bastante bajo tierra. Estas prevenciones han servido solo para mantener vivo el espanto de la devastación. Cuando hombres y mujeres se acuestan con la sensación de que no van a amanecer, los hilos vitales están destruidos.
Esta situación puede calificarse como vivir a medias. El cataclismo está sembrado y va minando la principal defensa que es el optimismo, la esperanza de que lo que viene será mejor. Es la primera victoria de las fuerzas del desorden. Han logrado plantar el pánico como horizonte existencial. Tienen ya maniatada a la humanidad.
Es algo semejante a la derrota de vitalidad que les sobreviene a los ancianos. El asedio de la muerte los tortura mediante achaques que se suman unos tras otros y los convierten en testigos angustiados de su propia derrota. Son conscientes de que, por más esfuerzos que hagan, albergan una condena sin remedio.
Solo que lo que se experimenta a escala individual no puede asimilarse al empuje de la humanidad entera, que ha sobrevivido todas las etapas de la historia. Este es el agravio que infligen hoy los sembradores de anuncios sobre una supuesta destrucción universal.
A nadie puede concedérsele la arrogancia de sentenciar un descalabro masivo de sus semejantes. Y menos si se trata de alguien con poder en los medios masivos. Cualquier atentado contra la posibilidad de una vida productiva y tranquila está empujando a la población hacia la capitulación general. Y, una vez instituido el desánimo, es difícil procurar que las mayorías levanten la cabeza.
El papel del entusiasmo colectivo en la marcha pública no es soslayable. De ahí la importancia de los agitadores o tribunos, cuya palabra consiga mantener en alto la fe de los ciudadanos en que, a pesar de los altibajos, los pueblos están destinados a coronar sus anhelos de paz, progreso y al conjunto de logros soñados desde que son una familia grande.
