A propósito de unas denuncias contra la esposa del presidente del gobierno español, a sabiendas de que estarían sustentadas en información falsa, el diario El País anotó que hay un enorme hartazgo ciudadano ante un clima que convierte la conversación pública en un lodazal dedicado a difundir acusaciones sin pruebas, pero con ruido y con odio: “Lo vemos con nitidez en Estados Unidos, y España se ha convertido en alumna aventajada de la estrategia de la derecha trumpista estadounidense”. Ese odio, agrega el diario, no solo se instrumentaliza políticamente, sino que se ha convertido en un negocio que da mucho dinero en un bucle de intereses sin fin.
Algo similar ocurre en Colombia, donde se están quebrando peligrosamente los límites naturales del debate público, de la praxis periodística y del diálogo mismo. Hay unas marchas intoxicando la política porque incitan al odio; hay una subcultura en las redes sociales contaminando de rencor al ciudadano común; hay una militancia en algunos periodistas de influyentes medios de comunicación, que no se contentan con ejercer su noble oficio de notarios de la historia. Quieren ser actores o estrellas copartícipes de unas políticas, anti o pro, que consultan unos intereses originados en ideologismos u otros en la concentración del poder económico y del poder político, por encima del interés público y del bien común.
Todos los poderes tienen una naturaleza expansiva y, por lo mismo, necesitan un control que no se disuelva en una estratagema o en un artificio. El control político, el control judicial, el control mediático, el control ciudadano han de ser eficaces y transparentes. El Estado de derecho está en condiciones de garantizar la vigencia de los controles institucionales al poder público. Pero hay otros poderes que manipulan al control que ejercen los medios de comunicación e incluso los ciudadanos, y tras ello se esconden para no enfrentar temas álgidos o para ocultar los verdaderos problemas.
Aquí no se está haciendo política sino invitando a la gente a participar en una especie de lucha darwinista amparada en la noción de competencia y no la idea de pacto social para buscar el bien común. La consigna es ganar, derrotar al otro, aplastar al adversario y hacerlo con prisa, con afán, con presteza, como si estuviéramos viviendo “la hora veinticinco”, que adviene una hora después de toda opción para salvarse. Aquello no es privilegiar un compromiso político, sino una conducta violenta. Insistir en ello le hará descuidar al gobierno sus obligaciones y a la oposición le hará perder toda grandeza.
El expresidente Belisario Betancur escribió en octubre de 1961, que la intemperancia y el exceso nos hicieron vivir a espaldas de nosotros mismos: “Lo hemos hecho así en el pasado y un poco en el presente, porque nos gusta más el ejercicio emocional de la política que su severo y tranquilo discurrir. La primera actitud conduce al paroxismo del cual quedan huellas en el túnel de nuestras tribulaciones. La segunda, a la búsqueda de una imagen más pura, generosa y estable de la patria”. La dirigencia de entonces enfrentó la borrasca y construyó diques salvadores. La de hoy, parece complacida desatando la tormenta.