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El Congreso, ¿para qué?

Augusto Trujillo Muñoz
29 de julio de 2022 - 05:00 a. m.

En la instalación de las sesiones ordinarias del Congreso, el 20 de julio, sucedieron dos cosas inéditas: Un discurso provocador del presidente que ya va de salida y la protesta de las mayorías parlamentarias que se sintieron provocadas. La primera fue la causa de la segunda. Si el discurso es provocador, valga la tautología, es apenas obvio que provoque. En tales casos la crítica debe recaer sobre quien origina la causa y no sobre quien produce el efecto. Y es bueno recordar que la institución que más se parece al país es su Congreso.

Después de medio siglo de exitosa vigencia del Estado de bienestar, resucitaron al liberalismo clásico para cortarle las uñas al Estado y dejar al mercado con garras afiladas. En ese proceso apareció una economía dogmatizada que privilegió la ganancia sobre la ética de los negocios y generó mayor inequidad social. La política se vació de contenido y el Congreso, en tanto órgano político por antonomasia, comenzó a ser percibido como una carga inútil.

Ahora el péndulo de la historia se devuelve. El presidente electo formula propuestas que, para bien o para mal, tienen eco en la gente. La política recupera sus contenidos. Hay un debate que recupera la necesidad de la política y la importancia del Congreso. Una sociedad despolitizada es una sociedad inerte. Desde el ámbito institucional, es el Congreso quien tiene la responsabilidad de mantenerla viva y dinámica.

En Colombia compramos la idea populista de castigar al Congreso: Se repite que debe reducirse el número de congresistas, disminuir su salario, pagarles solamente los días que se reúnen, limitar o suprimir sus viáticos. Incluso algunos sugieren cerrar el Congreso y utilizar esos recursos en programas más útiles. Hace una década propuestas semejantes, contenidas en la convocatoria de un referendo nacional, obtuvieron copioso respaldo en las urnas.

El Congreso, ¿para qué? La respuesta es sencilla y está reiterada por la historia. Cuando se cierra un Congreso se cierran los medios de comunicación y colapsan las libertades y los derechos ciudadanos. Entonces aparece el autoritarismo sin tapujos. Es pertinente recordar las graves dolencias que ocurrieron en Colombia después de que el gobierno cerró el Congreso Nacional el 9 de noviembre de 1949.

El trabajo parlamentario es bien distinto al de los demás servidores públicos. Se cumple dentro del recinto, pero también en la calle, en los campos, en la Colombia profunda. El congresista debe ejercer control político sobre el gobierno y ese es su mayor compromiso con el Estado de derecho. También sobre él es preciso ejercer controles, sobre todo en materia de intermediación presupuestaria entre la nación y las regiones. Pero fuera del recinto y más allá de sus electores, debe trabajar por que la democracia sea un plebiscito de todos los días.

Hace un par de años el ex presidente de Uruguay José Mujica, por razones de salud, renunció a su curul en el Congreso: “Ser senador significa hablar con la gente y andar por todos lados. El partido no se juega en los despachos”, expresó al dimitir. En efecto, un congresista encerrado en su despacho no cumple con la democracia por más leyes que produzca. Para el Estado social de derecho la democracia es una cultura. Y mantener esa conquista corresponde a los representantes del pueblo.

 

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