En el momento en que la política abandonó la economía, ésta dejó de estar al servicio de la mayoría de las personas y pasó a ser un artefacto absurdo. Semejante situación nos lleva a acumular el mayor grado de pobreza, justamente en el momento en que estamos generando más riqueza. Así se expresaba el historiador español Josep Burgaya, profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona, cuando publicó hace un par de años su libro La economía del absurdo.
Para algunos podría ser más bien “la política del absurdo” si se lee otra afirmación de Burgaya: la empresa Inditex, uno de los mayores grupos de distribución de moda en el mundo, pagó 700 millones de euros a España en 2012, pero le condonaron 900 millones porque tiene una gran capacidad de forzar ajustes fiscales. Luego agrega: “Amancio Ortega en el 2013 pagó un 9 % de impuestos, esto es mucho menos de lo que tributó la cajera peor pagada de sus tiendas. Cuando sucede esto, tenemos un problema. La desregulación ha provocado que las corporaciones estén por encima de las estructuras estatales o políticas y, por lo tanto, su reparto de riqueza sea mucho menor. De ahí el problema del que en estos momentos somos conscientes: la desigualdad”.
Evidentemente la economía no tiene sentido si no es capaz de resolver los problemas de la gente. Por eso la política debe volver a cumplir su función decisoria. Lo dice el sociólogo alemán Ulrich Beck en otras palabras: “Aquellos a los que hemos elegido no tienen poder, y a los que tienen poder no los hemos elegido”. Hasta hace unas tres décadas los temas importantes se decidían en el ámbito de la política, que lo haría bien o mal, pero el poder emanaba de la voluntad ciudadana. Aquello desapareció: Ya hoy no hay ciudadanos sino consumidores. Pero además se han extendido los propósitos de cerrar espacios a la protesta, y la idea de autorizar el abuso contra los adversarios. Es un poco el “choque de civilizaciones” que anticipó Huntington y los muros que suele anunciar Trump en un inaudito regreso al pasado.
Es como si el mundo se estuviera deslizando hacia una especie de paz perpetua que ya no puede deslindarse de una guerra perpetua, escribe Beck, o que se haya establecido una paz que es peor que la guerra. Para él se estaría produciendo una “autodestrucción creativa” del orden mundial dominado por los Estados nacionales para dar paso a una evolución hacia el Estado cosmopolita: el futuro ya no sería nacional sino una simbiosis entre el “cosmos” y la polis”. Ojalá fuera así. En el nuevo libro de Burgaya, titulado Adiós a la soberanía política y publicado hace un par de meses, el profesor español anota que, por el contrario, lo que estamos viviendo es el divorcio total del poder y la política. Ésta dejó de ser el ámbito en que cada comunidad toma decisiones importantes, para volverse proveedora de negocios o contener el descontento ciudadano.
Importantes reflexiones estos de dos académicos europeos que nos hacen mirar el mundo con perplejidad. Beck avizora un complejo cambio de paradigmas más allá del horizonte. Burgaya, un colapso por la preeminencia del mercado sobre las decisiones democráticas. Coinciden en que se debe recuperar la noción de ciudadanía y, por lo tanto, de gente libre que decide sobre las cosas fundamentales que la afectan, en un entorno apto para construir su proyecto de vida. Pero para lograrlo es preciso volver a la política.
* Exsenador, profesor universitario. @inefable1