“Alegría”, de Manuel Vilas

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Aura Lucía Mera
17 de diciembre de 2019 - 05:00 a. m.
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“Llegué por el dolor a la alegría, / Supe por el dolor que el alma existe. / Por el dolor, allá en mi reino triste, / un misterioso sol amanecía”. José Hierro.

Después de Ordesa, Manuel Vilas nos llega de nuevo con Alegría. Un libro que atropella como una catarata las fibras más íntimas del lector, las remueve y las sigue removiendo sin piedad. Casi impúdico, desnuda de nuevo su alma en recuerdos, culpas, angustias, euforia y pensamientos suicidas.

Manuel Vilas escribe desde el ombligo, como deben ser los libros-testimonio, donde la trama y la columna vertebral de la obra son su propio cuerpo, su mente que no descansa ni encuentra reposo, su eterno preguntarse y afirmarse, su búsqueda de respuestas que no tienen respuestas, sus miradas arrebatadas con un amanecer y oscuras como la noche, hipnotizado con las aguas profundas del lago de Zúrich o las del río turbulento que lo invita a hundirse en él.

“El alma humana hubiera estado mejor sin ser humana, porque el alma envejece bajo el sol, se derrite, se hunde y combustiona en millones de preguntas que se esparcen sobre el pasado, el presente y el futuro”.

Alegría: escrito a retazos entre viajes, hoteles, homenajes, conversatorios. El éxito sin precedentes de Ordesa lo lanza a una nueva realidad que jamás había imaginado, como un cohete que de repente se encuentra en un planeta extraño.

Nos envuelve como un torbellino. Nos arrastra en su huracán emocional. Vivimos y sentimos sus picos de euforia y desesperación, sus ganas de sumirse en el sueño profundo, de no querer despertar jamás, y la sensación irreal de haber amanecido al milagro de un nuevo día lleno de sol. Su horror por el ruido, su búsqueda del silencio exterior para encontrar su propio silencio, ese amor melancólico creciente, que se agiganta cada día cuando los padres mueren y los buscamos y no los encontramos, tratando inútilmente de devolverlos a la vida, de oler como ellos, de decirles todas las cosas que nunca les dijimos, de compartir con ellos todos los pensamientos y sensaciones.

Honesto. Tajante. Crudo. Tierno. Manuel Vilas, ese pequeñajo de Barbastro, en la alejada provincia de Huesca, hijo de la España profunda de mediados del siglo pasado. Enamorado de ríos y peñascos. Acostumbrado a inviernos gélidos y veranos asfixiantes. Educado en la austeridad. Convertido ahora en un gigante de la literatura, sacudido por la fama repentina, viajero incansable, ciudadano de ninguna parte, se aferra a la memoria de sus padres y les devuelve la vida, porque esas vidas son su vida, la savia que nutre su ser. Agarrado a las raíces de ese árbol frondoso de su niñez.

“No hay cosa más indefensa en la vida que un escritor. Escriben porque tienen miedo. Eso he pensado al despertar esta mañana, en Cartagena de Indias, en Colombia. Me hice adicto a Cartagena de Indias, donde el sol, la brisa del mar Caribe, la humedad ferviente, los árboles, la vegetación en estado de gracia... llegan a tu cuerpo como un huracán de voluptuosidad y de afirmación a la vida”.

Recuerdo a García Lorca y le admiro “esa tristeza que tiene tu valiente alegría”.

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