La Sierra ecuatoriana es alucinante. Quito, Latacunga, Lasso, Cotopaxi, Cayambe, Imbabura, Cotacachi, Cuicocha, Otavalo. Para muchos colombianos estos nombres son desconocidos, casi impronunciables. Los recorro desde hace años en una especie de ritual casi sagrado y siempre quedo deslumbrada, como si fuera la primera vez.
Quito. Su centro histórico, patrimonio de la humanidad, sigue retando las retinas con sus iglesias revestidas de pan de oro, sus tallas en madera esculpidas por Legarda y Caspicara, sus claustros, sus calles empedradas. Ver el atardecer desde el cerro de Itchimbía y ser testigo de la iluminación de iglesias, callejuelas y plazas sobrecoge. Mientras el sol se viste de naranja y las luces de las iglesias y plazas se prenden, los cerros del Pichincha y el Panecillo se tornan oscuros, casi negros, como protegiendo con sus sombras esa joya colonial. Famosos son mundialmente los Quitos negros y rojos de Guayasamín.
Lasso y Latacunga. Dos valles fértiles a 3.000 metros sobre el nivel del mar, custodiados por gigantes nevados como los Illinizas y el Cotopaxi —cuello de luna—, que hace dos años amenazó con erupcionar y alcanzó a oscurecer cientos de kilómetros con ceniza, elevando columnas de humo ardiente a varios kilómetros de altura.
En Latacunga, una plaza de toros consagrada a san Isidro Labrador, llena de magia, donde los mejores lidiadores del escalafón han ejecutado algunas de sus más brillantes faenas, desafiando la altura y entregándose a los 3.000 espectadores que llenan el aforo. El Juli en solitario, con cuatro toros. Manzanares con su arte sublime y el Fandi dejaron una lección de pundonor y valor.
Cotopaxi. Ese volcán activo, el más alto del mundo, que regala el valle de Limpiopungo, con su laguna y sus caballos salvajes y cóndores, a más de 4.000 metros, antes de mostrarnos su manto nevado.
El lago San Pablo. Desde sus aguas nace el Taita Imbabura. Dios de los otavalos. Erguido y desafiante. Impactando con su majestad el horizonte. Cuicocha, ese cráter volcánico con dos islas misteriosas que parecen flotar en medio de la niebla y el silencio. Cotacachi, en la cumbre de los riscos, donde se elaboran los artículos de cuero más finos que se exportan hacia Europa.
Atardeceres incendiados. Nieblas espesas que coquetean constantemente con el sol, el azul del cielo, esa luz del equinoccio que deslumbra, siempre en comulgantes movimientos, llenando de magia, misterio y pinceladas de colores sublimes cada minuto del día.
La Sierra ecuatoriana, inagotable, majestuosa, diferente de cualquier rincón del mundo. Donde un sol perpendicular en latitud cero divide los dos hemisferios de la tierra y se cambian los polos magnéticos. Una experiencia, de nuevo, alucinante.