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RECUERDO TODAVÍA CON ESPANTO la educación religiosa que tuve. La morbosidad de los curitas rechonchos y de manitos sudorosas preguntando detrás de la ventanilla siniestra si había pecado contra la carne… tocándome... tocando… pensando… si me habían tocado otros, si había tenido malos pensamientos, de qué tipo, y con quiénes.
El corazón se me saltaba. No sabía nada de nada, y cada vez que me “tocaba” con alguna amiga en el recreo, en la fila, me tropezaba con alguien, la lista de mis pecados crecía. Los curas predicaban a voz en cuello “que bañarse en piscinas mixtas era pecado, montar en bicicleta ídem y montar a caballo también”. Las monjitas de bigote y toca nos explicaban muy claramente que los hombres eran malos. Pero que después del sacramento deberíamos obedecerles en todo y para procrear podríamos sentir el placer del cielo por algunos segundos. Pero solamente pensando en la procreación.
En el proceso de anulación de mi primer matrimonio tuve que ir regularmente a declarar ante los curas del palacio arzobispal de Cali, quienes únicamente se concentraban en “por qué no cumplía el débito”, en “si sentía placeres carnales”, “si no sentía nada” y “si pensaba en otros cuando cumplía el débito”. Preguntas llenas de morbo y perversas. Jamás les interesó averiguar por otros temas. Recuerdo a uno en particular que solía despedirse de mi con abrazos ajustados y largos. Llegaba a la casa a bañarme. Muerta del asco.
Esto lo saco a colación para felicitar al sacerdote de ojos verdes que decidió cambiarse a la Iglesia Episcopal para poder seguir con su labor espiritual y poder amar libremente la mujer que ama. Siempre he considerado anormal que los curas no se casen. Que hablen del matrimonio como si supieran algo acerca de esta compleja institución. Que dicten normas. Que obliguen y juzguen. Mi desconfianza por las sotanas se remonta tal vez a otras encarnaciones. Así como a las vestimentas de olor agrio de las antiguas servidoras de cristo.
El Vaticano está pasado de abolir esa norma, que inventaron cientos y cientos de años después, para regular el patrimonio económico de sus arcas, mutilando la función esencial de sus clérigos. Distorsionando la sexualidad natural. Empujándolos en muchos casos a la pederastia, o los amores clandestinos. Alcahueteando seducciones a menores, violaciones y aberraciones sin límite. Escondiendo todo. Callando todo.
Apoyo de corazón al padre Cutie. Me gusta la Iglesia Episcopal. Abierta de corazón a recibir servidores que llevan una vida normal. Que no cierra las puertas al matrimonio, ni mucho menos obliga a casarse a los que deseen seguir solteros. Una Iglesia mucho más acorde con los postulados del Profeta de Nazareth que se pasó tres años predicando amor, perdón, comprensión e igualdad. Que jamás habló de celibatos, ni fastuos, ni machismos, ni nada. La Iglesia Católica Romana está en mora de revisar sus cánones y poner los pies en la tierra.
Personalmente soy amiga y admiradora de algunos sacerdotes. Quienes contra viento y marea siguen con su labor espiritual, de forma sobria, inteligente, equilibrada y cordial. Los considero amigos del alma. Pero una cosa no excluye la otra. Serían mejor casados, con prole y felices. Amén.
