Al fin la Real Academia de la Lengua parió una palabra que nos define totalmente a los colombianos y que hasta el momento la estamos sacando del clóset: la aporofobia. Léase y entiéndase rechazo a los pobres. Se está utilizando actualmente a raíz de la inmigración de venezolanos y se asocia con la xenofobia... O sea, estamos padeciendo de esa fobia, ya a la luz pública, pero lo que olvidamos es que los colombianos la padecemos desde que Cristóbal Colón, por buscar las Indias, se encontró con los indios, y ahí empezó todo.
Los indígenas o autóctonos se aterrorizaron con lo que veían llegar a tierra firme: hombres-caballo con trabucos y pólvora. Trataron de rechazarlos a como diera lugar, pero fue en vano. Los españoles llegaron derecho a pernada y despojo total; a la mezcla por las buenas o por las malas. Luego llegaron los negros, rechazados por todos y tratados como animales. Incluso se llegó a creer que carecían de alma.
Si a esto le sumamos las tres cordilleras que nos estrangulan, nos separan, nos alejan en costumbres, acentos, gastronomía y gustos —¿qué tiene que ver un paisa, Ave María, pues, con un pastuso? Pues nada—, y todo lo revolvemos con la inequidad de las minorías, la mezcla de razas, y lo zarandeamos... Queda un saco de papas incompatibles al paladar.
Sumemos los desplazados. Los que nos han llegado de veredas desconocidas, después de haber sufrido los horrores de esta violencia que no respetó nada, el narcotráfico, etc., etc.
Admitámoslo. Rechazamos a los pobres, vengan de donde vengan. Los consideramos peligrosos e inferiores o, lo que es aun peor, parte del paisaje. Nos molestan desde siempre. Así como acogemos y nos abrimos de patas con los inmigrantes, exilados o visitantes ricos —aunque después nos roben—. Con ellos sí nos integramos, los invitamos y queremos imitarlos. Con ellos no tenemos ninguna fobia, ni xeno ni apo.
El comportamiento de muchos colombianos con los migrantes venezolanos ha sido vergonzoso. Los vemos por las calles, con sus cartelones, dignos en su desconcierto doloroso, y muchos aceleramos para que no lleguen a nuestras ventanillas tan cómodas, que nos protegen en una burbuja de aire acondicionado. Si acaso sacamos un billete “redentor” sin pensar en sus vidas, sus tragedias, sus historias y su valor de volver a inventarse la vida. ¡Valga reconocer, eso sí, que la Arquidiócecis de Cali ha realizado una encomiable labor!
Ni qué decir con los miles que dejaron sus campos para rebuscarse el pan sin el temor de la ráfaga. En fin. Aceptemos de una vez que sufrimos de esas pandemias y las tenemos en los genes. La Real Academia no ha descubierto nada nuevo. Lo importante es que, si queremos, podemos cambiar. ¡Una revolución individual!
Posdata: todos somos hermanos. ¡Pongo mi mano en tu mano porque tú me interesas!
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