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Colombia profunda

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Aura Lucía Mera
15 de marzo de 2016 - 02:00 a. m.
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Victoria, Mirador, Jardines, Placer, Villa Flor, Arrayán, Estrella. No son nombres de haciendas extensas ni fincas de lujo; son algunas de las veredas que pertenecen al municipio de Ipiales, en el departamento de Nariño, esa zona privilegiada de Colombia donde nacen el macizo colombiano y los ríos que recorren después toda nuestra geografía.

Territorio ancestral donde sus primeros habitantes, los pastos, habían vencido a los incas. Reunión de etnias, mestizos, awas, nasas, ukumaries, kankhes, cofanes y campesinos. Paisajes paradisiacos en los que las laderas parecen colchas de retazos verdes, atardeceres plomizos a veces enmarcados en el arcoíris, tierras fértiles, de origen volcánico, vigiladas por sus picos impredecibles.

Un territorio colombiano al que le hubiera ido mejor si perteneciera al Ecuador. La disolución de la Gran Colombia fue el comienzo de todas sus desgracias.

Estas veredas, donde la presencia del Estado es nula desde el comienzo de los siglos, ubicadas en sitios estratégicos que comunican a otros departamentos, forman parte de esa Colombia profunda que nadie visita, donde habitan los que no tienen voz. Porque para llegar se necesita viajar a Pasto, recorrer más de 80 kilómetros a Ipiales y seguir por un carreteable indigno otros 30 hasta La Victoria, cabeza del corregimiento. Viaje impensable para ningún funcionario público asentado en cómoda poltrona capitalina, rodeado de escoltas y prebendas.

Veredas asoladas por la violencia. Víctimas del Ejército, las Farc, los Rastrojos.

En Sidón sus habitantes recuerdan todavía a aquella joven de 17años que la banda de los Rastrojos sacó de su casa, la puso a barrer la calle, la obligó a comer excrementos, le desgarró la ropa y posteriormente la arrastró hasta el polideportivo, donde la asesinó frente a la comunidad.

La Victoria no olvida aquel soldado del Ejército colombiano, batallón Cabal, cuando arrastró dos jóvenes, camuflado como miliciano del frente48 de las Farc, y las obligó a salir en paños menores a las 11 p.m., abandonando a una en un zanjón y llevándose a la más joven al campamento del Ejército para dedicarse a consumir cocaína, patearla, apuñalarla y abusarla sexualmente, tratando de asfixiarla para luego dejarla tirada. Afortunadamente su familia la encontró y así salvó su vida.

El Grupo DIS, experto en responsabilidad social, llega acompañado de la Cruz Roja a La Victoria. Las mujeres, curtidas de dolor y arrugas, comparten sus historias. Sus rostros se bañan en torrentes de lágrimas al recordar. Por primera vez se sienten escuchadas. No quieren más guerra, simplemente piden ayuda psicológica para que sus hijos puedan seguir la vida, a pesar de haber visto asesinar a sus padres; reconciliarse con su parcela y su entorno.

Un joven de 20 años comparte: a los ocho años vio cómo milicianos de las Farc asesinaron a su mamá. Ella era estilista y acababan de llegar a la casita empapados en esa tarde de lluvia. Tal vez ella calentaría aguapanela. La empujaron a la calle acusándola de cómplice del Ejército y la mataron. No quiso venganza; el dolor lo llevó a estudiar enfermería para salvar otras vidas. Ama su tierra, ¡la quiere en paz!

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