LLEGO A LA PUERTA DEL EDIFICIO. Un guarda-gorila me detiene y abre un cuaderno en el que comprueba que yo soy yo y que efectivamente tengo una cita. Me registra de pies a cabeza con su mirada pétrea.
Caigo en las fauces de una gordita sentada tras una ventanilla de portería. Me toma foto. Revisa otro cuaderno. Me mira fijamente a ver si mi rostro delata alguna oscura intención. Llego al piso en cuestión. Una señorita uniformada y tiesa como si se hubiera tragado el palo de una escoba nos recita el guión. Sin hablar. Sin moverse. Sin reir. Esperar de pie hasta que un sonido extraño nos indica que podemos ingresar a la sala de espera.
Antes de llegar a los asientos tenemos que mirar algo y firmar en otro cuaderno. Si somos familia. Si somos solitarios. Si viajamos en grupo. Si viajamos como el llanero solitario.
Las sillas son de metal brillante y creo fueron diseñadas en la fábrica donde se inventan las montañas rusas. Nada más sentarme y me deslicé hasta quedar con la rabadilla en el respaldar y las piernas tocando el piso. Miré a mi alrededor creyendo que era un problema personal con mi columna vertebral. No. Todos los ciudadanos en la sala de espera estaban retorcidos igual que yo. Nos mirábamos de reojo, nerviosos, sin hablar, porque el silencio es un “must“ . Se llegó mi turno. Un butaco despedidor y redondo. Una ventanilla irrompible. Un teléfono de cárcel. Al otro lado un gigantón oscuro y pétreo. Voz monocorde. Pidió los papeles. Me hizo levantar. Una foto. Seria. Tiesa. Los diez dedos en una máquina verde fosforescente. Otra vez sentada. —Adiós. Puede irse. Extendió un papelito con un número. Cuando la solicitud viajara al Reino Unido y volviera, me lo dirían por mail. Chau.
Días después me llama al celular. Voz monocorde. Creí que era un robot. Me faltaba un papel. La firma de mi empleador. Respondí que era imposible pues no tengo empleador. Soy además huérfana y mayor de edad. Yo respondo por Yo.
Envío a recoger mi pasaporte. Con o sin visa. Me mandan a decir que me lo retendrán hasta que no asista personalmente, llene otro formulario y renuncie por escrito a mi solicitud de visa. Aúllo de ira. Amenazo. Viajo en tres días al mundo Schengen, al mundo normal, donde no tengo problemas. Al fin resuelven devolverme el pasaporte. Sin visa. Sin explicación.
Me importa un comino. Me eduqué en Londres. Lo conozco de memoria. No quiero volver. Me duele no asistir al Doctorado (PHD), de un hijo en la Universidad de Oxford. Él sabrá que lo acompaño de corazón. Pero sí quiero dejar por escrito, este martes, el comportamiento abusivo, arrogante, repudiable desde todos los aspectos, que la Embajada Británica da a los colombianos que pretenden viajar a lo que queda de su “imperio”, convertido ya en retazos de islotes. No hay derecho.
¿Hasta cuándo los colombianos tenemos que ser tratados como perros en todas las embajadas y consulados?
Posdata. Los dólares que pagué, se los regalo para que saboreen un sándwich de roastbeff sin sal acompañado de repollitos amargos de bruselas. Buen apetito.