Confieso que cuando recibí el libro de Rudolf Hommes, Así lo recuerdo, entré en pánico. Más de 400 páginas me esperaban. Un mamotreto amenazante. Imaginé enfrentarme a un tratado de economía, cifras, predicciones y análisis. Dudé entre esconderlo o regalarlo inmediatamente, pero la curiosidad pudo más y la carátula me sonreía de manera coqueta, invitándome a abrir esa caja de Pandora.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Recuerdo que uno de mis primeros trabajos cuando decidí recomenzar mi vida en Bogotá y “ahogarme en bastante agua”, desorientada y rota emocionalmente, fue un segmento en el programa televisivo de Yolanda Villabona, que titulé Una mujer, una historia. Seleccionaba a una mujer sobresaliente y me metía en su vida, en su alma, en su yo.
Siempre he tenido la necesidad de escarbar en el ser humano que habita y palpita detrás del título, uniforme, profesión. Como decía Malraux: “¿Qué relación hay entre el hombre y el mito que ese hombre encarna?”. Por eso quedo atrapada en las autobiografías, en los libros-testimonios, en aquellos que disfrazan de ficción su verdadero yo. Me gusta el desgarre del alma, la honestidad de mostrarse “desnudos” y frágiles ante un espejo en busca de sí mismos.
Para mí, Hommes siempre había sido el economista honesto, el profesor, el guía, el caminante y compañero de Esperanza Palau, caleña raizal, frentera y cálida. Siempre sonriente, con unos ojos azules, corpulento y sabio, no más.
Descubrir en su libro semejante homenaje de amor a su padre, acompañarlo página a página en ese descubrimiento de aquel hombre que se tuvo que exiliar para salvar su vida y escaparse de las garras del fascismo asesino de Hitler. Esa historia fascinante que estaba escondida “bajo la historia oficial”. Ese padre que fue miembro del Senado de Hamburgo y del Ministerio de Cultura de Prusia en Berlín, y que ya en Colombia fue fundador de la Escuela Normal dejando un legado social y cultural único. Un verdadero revolucionario intelectual, académico y visionario, “rara avis” en ese país pacato, godo y estrecho de mente que lo recibió.
Ese homenaje de amor a Finita, su madre bogotana, graduada de química en Bonn, profesora del Colegio Mayor de Cundinamarca. El encuentro y flechazo de amor, ese matrimonio extraño con “un alemán desconocido”. Mujer profesional, de avanzada, rompeolas en su generación, “vivaz antagonista de su marido”.
Esos recuerdos de su niñez en Bogotá en casa de los abuelos maternos, bordando mientras escuchaba Mozart, ese abuelo que lo agarró del pelo y se lo llevó de alpargate y ruana a Ubaté, “para que aprendiera a ser hombre y dejara de bordar”, esos primeros amores prohibidos con Jacinta a los 14 años descubriendo su sexualidad.
Su vida en el hippismo, sus novias, su matrimonio, sus estudios, sus miedos e inseguridades.
Le cedo la palabra: “Este libro no solamente me ha permitido acercarme a mi padre, cuya muerte llegó demasiado pronto. Me ha obligado a repasar mi propia vida para descubrir que, sin que me hubiera dado cuenta, Rudolf logró inculcarme valores y actitudes que he conservado: el amor a la vida, a la libertad y a la justicia, a la música, mi actitud al riesgo y la autoridad, y la capacidad de vivir al mismo tiempo en dos o tres mundos distintos sin perder el rumbo o la orientación. Al tiempo que conocía mejor a mi padre, me estaba conociendo yo...”.
Así lo recuerdo, un libro delicioso, escrito con el alma, con honestidad, sin tapujos, que nos narra a corazón abierto su vida y nos permite entrar en sus sentimientos y sensibilidad. Además de su análisis sobre los momentos caóticos que estamos viviendo y el futuro que nos llegará si no reaccionamos. Me lo devoré de un tirón.