Ya mis hijos lo saben: siempre tengo el celular apagado. Lo miro unas cuantas veces en el día. Ellos tienen una aplicación para saber dónde estoy (a estas alturas de la vida no voy escondida a ninguna parte). No respondo sino las llamadas que me interesan. Jamás contesto a un número desconocido; podría ser el mismo papa. Si no está en mis contactos, paila.
Me meto en Facebook más o menos una vez al mes. Leo mensajes de personas a las que quiero, raramente comparto. Instagram me odia. A veces lo intento porque los nietos publican fotos recientes, pero cuando trato de seguirlos se desaparecen y son reemplazados por una cantidad de reels (no sé muy bien qué significa reel) con una avalancha de idioteces, como una mujer obesa a la que le dan una patada y la arrojan a un charco, una señora que se esconde detrás de la puerta para que el gato no la vea, un toro gigante que salta al tendido y sube y baja las graderías buscando víctimas, un bebé salvado por un oso.
Los TikTok me producen ataques de pánico. Mujeres con labios inflados y pechos gigantes enseñándonos cómo ser felices, colas —por no decir culos— como si les hubieran metido aire en una gasolinera, en la sección de llantas, pavoneándose. Viejitos arrugados como pasas aconsejando secretos para la eterna juventud, brebajes para acabar con los juanetes en dos días sin dolor ni cirugía, recetas de cocina incomprensibles, yoga en una silla sin romperse los huesos. En fin.
Abro la tableta para escribir los artículos, leer periódicos internacionales y enterarme de lo que sucede en el mundo. Obviamente no estoy suscrita a Semana. El Espectador y Cambio me parecen los más serios. El País, en su edición sabatina y en papel, me encanta. Y a veces Las Dos Orillas trae chismes curiosos.
No leo nada que sea con inteligencia artificial. Me niego a caer en la trampa de los influencers vulgares, ordinarios, resentidos e ignorantes. Da grima cómo inundan todo con noticias falsas y la influencia que tienen. Sus seguidores serán cum laude en ignorancia y ramplonería.
Trato de evitar las “movidas” de los cientos de candidatos diciendo cosas sin sentido, polarizando más este país. Algunos parecen perros con peste de rabia. Vicky Dávila y María Fernanda Cabal van de punteras, ambas coterráneas. Auxilio. La senadora o representante a la Cámara que aparece de vaquero con ese sombrero que no se quita de día ni de noche produce pesadillas. A lo mejor en su casa es un ama de hogar sumisa y dulce que se desquita en público, no lo sé.
Trato de vivir desconectada de tanta basura, sin embargo, es imposible lograrlo del todo. Contamina, entra por los poros. Petro y sus entradas a lo striptease, a quién le importa. Abelardo y sus rugidos de tigre. Ningún programa ni propuestas serias, ningún debate. Las ideas se terminaron y los insultos triunfaron.
Sin embargo, insisto en desconectarme, escoger mis pensamientos para así escoger mis emociones, leer lo que realmente me interesa y no lo que está de moda, observar los árboles y sus movimientos musicales, sentir el sol de la mañana y agradecer un nuevo día. Vivir ese presente intensamente, no desesperarme en los trancones y concentrarme en sumar placas de carro. A veces resulta que cuatro placas de combinaciones diferentes suman lo mismo. Lo recomiendo. Se va convirtiendo en una adicción, ya que vivimos en un eterno trancón.
No solo tengo el carné firmado de Morir Dignamente, sino que trato de Vivir el Día Dignamente. Me parece un reto mucho más interesante. Vivir hasta el último aliento sintiéndome libre de ataduras, libre como el aire, libre como el viento. Siendo yo.