El martes anterior no cumplí con mi columna. Primera vez que falto desde que la inicié, hace algunos años. Mi deadline (última oportunidad para enviar el artículo al editor) es el sábado, aunque se publique tres días después. Las leyes en la redacción de un periódico hay que cumplirlas. Punto.
El sábado pasado fue un día ajetreado. Finalizaba el Festival Internacional de Literatura Oiga, Mire, Lea en Cali, en su décimo aniversario, y por la noche, un avión me elevaba por encima del Atlántico durante nueve horas. La única alternativa sería enviarlo vía tiburón… Ni modo.
Ya llevo una semana “al otro lado del charco”. Me parece increíble alejarme unas semanitas de Petrocolombia, sus mentiras, agresividades, mensajes mesiánicos y delirantes.
Pisar otras tierras, comprobar una vez más que el mundo es ancho y ajeno, y aunque cada país tiene sus problemas y el planeta se desmorona, me aíslo, miro otros atardeceres, otros cielos, otros mares. El otoño inicia suave, con vientos frescos y soles respetuosos. Florecen pensamientos y hortensias. Como dijo el poeta: “Se respira un aire de pausado ritmo...”, porque la naturaleza sigue su curso, indiferente a la deshumanización del hombre, su avaricia, sus odios, su sed de sangre y destrucción.
Me asomo a recodos y calas azules, rodeadas de pinos piñoneros, flores nativas, robles, álamos y plátanos. Todavía todos conservan su verdor. Faltan días para que inicien sus estallidos color naranja, convirtiéndose en majestades recubiertas de oro cuando los ilumina el sol de la tarde.
En silencio, a paso lento, acompañada de una de mis hijas, visito a mis amigos eternos: Velázquez, Goya, El Bosco, Sorolla, Corot, Van Gogh, Van Dyck, Caravaggio… siempre esperándome, eternos en sus pinceladas que continúan a través de los siglos. Ahí está Esopo, el de Goya, envuelto en su gabán deshilachado, con su cabellera revuelta. El Cristo de Velázquez, reposando en la cruz, más allá del sufrimiento y el dolor, porque otro poeta escribió que el pintor “lo amaba… y lo intuyó cuando estaba dormido”. El Bosco y su enigmático tríptico El Jardín de las Delicias, frente al cual me puedo quedar horas, alucinando con cada figura, como si me hubiera tragado cien hongos.
Y Sorolla… Ya pasaron cien años de su nacimiento. Un artista único que supo llevar la luz del Mediterráneo al mundo entero. Sus caballos blancos empapados de agua salada, esos ropajes femeninos que coquetean con el viento, esos niños jugando en la playa, esa luz, esa luz única. Brochas y pinceles enamorados del blanco y los azules, tan fuertes, tan iluminados, que terminaron llevándoselo en plena madurez de su vida, pleno de sol. Tal vez para que siguiera iluminando otras galaxias.
Aparece Goya de nuevo, con sus Caprichos y Juegos de Niños, que desembocaron, años después, en el terrible Saturno devorando a su hijo, o en los aquelarres aterradores de brujas desdentadas y miradas malignas. Ese Fusilamiento del 2 de mayo que saca lágrimas, o esas majas tan majas, más voluptuosa la vestida que la otra, púdica en su desnudez.
Y ese Van Gogh desconocido, sin girasoles ni cielos de olas. Unas fachadas en maderas mojadas por la lluvia, majestuosas en su humildad y pobreza.
Y una sorpresa de infarto: un Caravaggio perdido y encontrado, en calidad de préstamo. Una de sus últimas obras, tal vez su autorretrato, ya derrotado por su vida extraña, pendenciera y única, representando el rostro de un Cristo sufriente, absorto en su dolor.
Me aíslo, de la mano de mi hija, compartiendo risas y silencios, emociones íntimas, como enmudecer al contemplar el ocaso reflejado en los azules del Cantábrico, ese mar impredecible que amanece huracanado y gris, o azul brillante.
Doy gracias a la vida, que me regala esta magia, esta majestad, estos días que quedarán en el recuerdo eterno, en todo su esplendor.