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Devorando el dolor

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Aura Lucía Mera
19 de abril de 2016 - 02:00 a. m.
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Cuando me enteré de que existía una señora rusa y que escribía testimonios de dolor y tragedias, juré que jamás me acercaría a tan extraño territorio, pero pudo más la curiosidad —confieso que me atraen poderosamente los libros testimoniales—.

Compré Voces de Chernóbil. Voluminoso, apretado, casi sin espacios respiratorios. Lo inicié con cautela y no pude parar. Me sumergí como un buzo a pleno pulmón y sin ayudas en las profundidades de esa tragedia que todavía no acaba. De un día para otro, una llamarada de colores iluminó el cielo de Chernóbil para sembrar la desolación y la muerte en silencio.

Esos paisajes bellísimos. Los frutos de los árboles, las vacas, la leche, toda la tierra, la ropa, los objetos domésticos, las muñecas y juguetes quedaron malditos para siempre. Nada se podía tocar. El secretismo soviético permitió que centenares de seres humanos quedaran derretidos en cuestión de días. Centenares de “voluntarios” se vieron obligados a evacuar pueblos enteros, a enterrar la tierra en la tierra a punta de palas, para sufrir poco después también muerte atroz.

Seguí después con La guerra no tiene rostro de mujer, testimonios de aquellas jóvenes, algunas todavía adolescentes, o profesionales exitosas, que se alistaron al frente de batalla para pelear hasta morir por su patria, siendo claves en la derrota a Hitler y sus huestes. Sus almas eran de la patria. Todo lo demás pasaba a segundo plano. Se convirtieron en francotiradoras, aprendieron a vivir en las barracas, caminar entre cadáveres, rematar al enemigo de un tiro de gracia, pilotear aviones, lanzar bombas, pasar hambre.

No podía parar de leer sus libros. Continué con El fin del homo sovieticus. Cuando la Perestroika estalla con Gorbachov y en 1992 con Yeltsin de presidente, se disuelven el Partido Comunista y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, se liberan los precios y Rusia se abre al capitalismo y a Occidente, acabando de tacada con el espíritu soviético y abriendo la puerta de sopetón a la “libertad”. “Sin que nadie nos hubiera enseñado a vivir en libertad. Solo nos habían enseñado a morir por ella”; “nos vimos despojados de nuestro pasado”; “caímos en La Libertad de Su Majestad El Consumo”; “ahora, de repente, la experiencia de la guerra resultaba inútil y teníamos que arrojarla al olvido”.

Testimonios. Testimonios. Testimonios. Tres libros donde los protagonistas son las voces de hombres y mujeres que jamás habían tenido voz. Voces de víctimas, de victimarios, de seres que creyeron en la utopía y mataron o vieron morir por ella. Mujeres sin juventud porque estaban en el combate. Madres que soportaron estoicas la muerte de sus hijos o la condena de sus maridos. Seres humanos. Cada uno con su historia, sus recuerdos, sus culpas y sus sueños rotos.

Como dice Svetlana: “Nunca deja de sorprenderme lo apasionante que puede ser una vida humana cualquiera, o la infinidad de verdades que esgrimen los hombres, cada uno la suya”. “A la Historia solo parecen preocuparle los hechos, las emociones quedan siempre marginadas... Y yo siento gran fascinación por el ser humano”.

No exagero si afirmo que son los libros más duros que he leído en mi vida.

Svetlana Aleksiévich estará presente en la Filbo en Bogotá. El jueves tendrá un conversatorio con Laura Restrepo. Trataré de entrar a como dé lugar. Qué escritora, por Dios. ¡Qué testimonios! Desgarrada ternura. Violento amor. La vida sin máscaras ni maquillajes. Sin mentiras. Testimonios, nada más.

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