SIEMPRE ME HE PREGUNTADO por qué los colombianos prefieren, en su mayoría, viajar a Mayami u otros lares, en vez de visitar Ecuador: un “país boutique”, inagotable en maravillas naturales, totalmente interconectado con autopistas y carreteras secundarias (pavimentadas y perfectamente señalizadas).
Nevados, cumbres inalcanzables, cientos de kilómetros de aguas cristalinas, acantilados, playas eternas, infinidad de delicadezas del mar gracias a la corriente de Humboldt, selvas vírgenes, comunidades indígenas.
Atardeceres naranjas que se reflejan en un caleidoscopio multicolor contra las nieves perpetuas, haciendas centenarias convertidas en hosterías que conservan el esplendor de la Colonia. Destaco especialmente a San Agustín de Callo, antiguo palacio inca con sus paredes de piedra intactas bajo las faldas del Cotopaxi, la cumbre volcánica activa más alta del mundo, que se desliza como un gran helado de vainilla. El Chimborazo, con su refugio para turistas a los cinco mil metros, un gigante que parece sostener la bóveda celeste. Baños, esa ciudad siempre amenazada por la furia de la Tungurahua que, sin embargo, duerme tranquila, protegida por la Virgen de Agua Santa con sus aguas termales, sus calles adoquinadas, sus flores desafiantes que parecen inundar ese valle encantado que desemboca a bocajarro en la selva que se abre en la Paila del Diablo, una cascada desbocada desde las cumbres volcánicas hasta El Pastaza, que desemboca en el Amazonas.
Etnias incontaminadas en sus creencias y costumbres, como los dalazakas, zumbabues, otavalos, cayambies, xuletas, peguches, expertos en telares y cerámicas. Cada una con sus vestimentas propias de sombreros y collares. También sus rituales, su altivez y su dignidad.
Ecuador es mucho más que la sede política de Unasur, con miles de metros de arquitectura lineal y antiestética. Es mucho más que una “revolución ciudadana”, que si bien ha pavimentado el país y mejorado la educación, también lo ha degradado a costa de la libertad de expresión y desde una dictadura de hecho disfrazada de democracia. Rafael Correa hubiera podido lograr lo mismo, y aun más, respetando libertades, ejerciendo su enorme poder de una forma más amable y sin tantas amenazas soterradas.
Siento a Ecuador como mi segunda patria. El país que se robó mi corazón. He presenciado muchos cambios de gobierno. Lo he visto prosperar. Pero, insisto, la libertad vale más que cualquier infraestructura... Se siente la “autocensura” en todos los medios de comunicación: con miedo y rabia no se puede vivir una verdadera paz.
PD. Escribo esta columna mientras la luna llena se refleja en las aguas heladas que lamen las faldas del Imbabura, el dios de los otavalos. Ecuador, atravesado por la Línea Equinoccial, donde el sol cae perpendicular y las cuatro estaciones llegan y se van cada día. ¡Es un regalo de Dios!