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La culpa la tuvo La Alegría de leer. Quedé atrapada en el universo de los libros, del cual no he podido salir. Recuerdo cuando empezaba a unir las letras mirando los avisos de neón de la vieja carretera Cali–Palmira, a voz en cuello, deslumbrada: “P-A-S-T-A-S L-A M-U-Ñ-E-C-A, F-R-U-C-O...”. Mi hermana mayor gritándome que dejara la algarabía, y yo alucinando.
Después, acurrucada en la cama de mi mamá por la noche, ella leyendo y yo imitándola. La Biblioteca Infantil y Juvenil en la casona caleña, en la que me pasaba horas muertas, en compañía del Tesoro de la juventud, Miguel Strogoff, las Fábulas de Esopo, La reina de las Nieves, Mujercitas, Celia, mientras las tareas del colegio se retrasaban, sobre todo si eran matemáticas o geometría.
Fui descubriendo a Simone de Beauvoir, Freud, El amante de Lady Chatterley, Crimen y castigo, El Quijote. Cada página, un mundo nuevo, emociones nuevas. En fin, si pudiera definir mi vida, sería una vida entre libros. Mis trabajos en Círculo de Lectores, comentarios sobre libros por televisión, la librería que monté en Quito, El toro rojo, la biblioteca repleta en mi casita en Bogotá, las amistades en torno a los libros.
La semana pasada decidí desmontar las estanterías. Ya no había espacio. Me sentí atrapada: libros en los sofás, libros en las mesas, libros en los clósets. Misión audaz: escoger con cuáles me quedo, cuáles regalo a bibliotecas, cuáles a amigos y familiares. Organizarlos por editoriales y autores. No sospechaba en la que me estaba metiendo.
Cada libro, un recuerdo, una historia. Revivir lo que sentí al leerlo. Es como automutilarme: escoger y dejar ir. Entonces empiezo a hojearlos, algunos con sus páginas ya amarillentas, otros que creía olvidados. No soy capaz de abandonar los de poesía, pocos, pero impactantes. Novelas que me cambiaron la vida o me inculcaron el valor necesario para seguir viviendo. Las de misterio, las de humor negro. Ese amor infinito por la prosa impecable de algunos o la desgarradora de otros.
Meterme en ellos, abstraerme del tiempo y otras actividades. El mundo exterior no existe, solo las páginas, el ritmo de las palabras, el hechizo intangible, ese que no se puede compartir. Ver de nuevo las frases subrayadas, las páginas dobladas. Ahí están. Siguen vivas. Yo soy la que las ha olvidado. Releo y me impactan de nuevo.
Poemas de Fernando Lleras de la Fuente, Valter Hugo Mãe y su Deshumanización, Modiano, Baricco, Herta Müller, Svetlana Alexiévich y sus Ataúdes de zinc, El diario de Tipacoque de Eduardo Caballero, Gonzalo Arango y su Obra negra, Sándor Márai, Carlos Climent y su Locura lúcida, Los misterios del arte flamenco, Chávez Nogales y Belmonte. La lista es larga y poderosa.
Tres días sin salir. Despedirse de las cosas amadas es duro, y cada libro ha sido amado. Sus autores están en mi alma, pero sé que encontrarán otras mentes que los disfruten.
No entiendo la vida sin libros. Tampoco juzgo al que no le gusta leer; es algo tan personal… así como jamás he pisado una cancha de fútbol, entiendo la pasión que suscita.
Todavía tengo en mi apartamento el viejo escritorio en el que escribí mis primeras palabras. Ya era antiguo cuando nací. Está intacto. Lo toco y recuerdo la página en blanco, el lápiz, el borrador y mi éxtasis, descubriendo mi nuevo mundo… todavía sin saberlo.
