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Siento un nudo en la garganta que me asfixia, es el llanto de mi corazón. El Sol se oculta, quiere llorar y le pide a la Luna que lo cubra por un momento. La Luna accede. Ambos, el Sol y la Luna, intemporales, sabían lo que iba a suceder: el incendio de odio que estalla en todos los rincones de la Tierra, ese planeta al que se le otorga vida e insiste en su autodestrucción.
Están cansados de presenciar la miseria humana. Están como Dios, arrepentidos de haber creado al hombre y, con él, la maldad y el sufrimiento, como escribió Unamuno en un poema sobre Cristo. Leo que la Luna cada año se aleja de la Tierra y en unos millones de años no estará. El Sol quizás ya habrá quemado todo y terminado con la especie más depredadora: la nuestra, la llamada humana.
La especie que no sabe convivir. La que mata por matar. La que está ávida de sangre y poder. La única que fabrica armas letales contra su propia especie. La que merece su extinción, porque no supo abrir las puertas al amor, al diálogo ni a la compasión. La que acaba con la tierra que le da de comer, con los árboles que le permiten respirar, con el agua sin la cual no puede sobrevivir. La que solo cree en un dios: el dinero, y gira enloquecida a su alrededor.
La única especie que corrompe todo lo que toca, a la cual pertenezco y ya no quiero pertenecer más. Me avergüenza, así como logré salirme de cualquier religión. En nombre de ellas, llámense como se llamen, están sepultados millones de seres humanos desde el comienzo de los siglos, asesinados por creer en algo diferente.
Los líderes políticos se dejan llevar por su soberbia y creen ser depositarios de la verdad absoluta. A quienes no están con ellos hay que eliminarlos, sean de derecha o izquierda. Sus gobiernos, desde hace siglos y siglos, siempre han estado marcados por el número de muertos inocentes, cacerías de brujas, inquisiciones, holocaustos dementes, emperadores cegados por el poder y la sangre.
La historia de la humanidad es la triste y patética historia de la brutalidad y el dominio del terror. Siempre el otro es el enemigo. Antes las guerras tenían un poco de dignidad, se trataba de hombres contra hombres, existían las treguas. Ahora son asesinatos a mansalva con drones, cohetes teledirigidos, satélites… Mueren inocentes, se convierten en estadísticas. Los llamados líderes siguen dirigiendo las matanzas desde sus despachos, jamás combaten, sus caras inexpresivas, de miradas huecas y rictus labiales, salen peinadas o luciendo sus calvas grotescas por las televisiones, sin arrugarse jamás.
El odio se expande como una hidra, como la caja de Pandora que se abre y contamina todo. La verdadera pandemia no son los virus ni las bacterias, la verdadera pandemia que arrasa con todo es el odio, la mentira, el fundamentalismo, el mesianismo, la ignorancia y la falta absoluta de sensibilidad y compasión por el otro.
Mi alma llora por todos aquellos seres inocentes, víctimas del terrorismo demencial que tiene al mundo entero con el “opinómetro” desatado, cada cual justificando, atacando, defendiendo, juzgando, acusando. Todos somos responsables del momento trágico que vivimos. Paremos un poco, miremos de frente y estrechemos las manos, como al terminar una reunión de alcohólicos anónimos, donde nos reunimos sin juzgarnos: “Pongo mi mano en tu mano porque tú me interesas”.
Ojalá esta humanidad tenga otra oportunidad sobre la Tierra y el Sol brille para todos y la Luna no se aleje más.
