Tengo prohibido en mi casa hablar de política. En reuniones con amigas o en familia, religión, enfermedades y política son causas de enemistades eternas, y nadie da su brazo a torcer. Que cada cual haga de su capa un sayo, pero que no trate de vendérselo al otro.
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Pero en estos días, entre titulares de periódicos, noticieros y redes sociales, es prácticamente imposible no dejarse contaminar. El intocable fue tocado, y se desató la polarización. El opinómetro se desbocó y no hay quien lo contenga.
Maldiciones para la jueza, marchas de carros con letreros y pitazos clamando inocencia, artículos envenenados contra los Hijosdalgos, caricaturas, aplausos al “vencedor”. Estamos en plena gallera o ring de boxeo. Que si lo que se dijo es verdad, que si es mentira, que si es un asunto jurídico o político, que si es una venganza o un acto de justicia, que si los doce años son el símbolo de los Doce Apóstoles.
Que “el que la hace la paga”, que “a todo marrano le llega su San Martín”, que si tiene rosácea o está rosado por la vergüenza, que tiene los ojos rojos y los labios fruncidos. Que “ya era hora, ya que todos sus ministros están o estuvieron encanados”, que las tantas mujeres que amó lo tengan abandonado y solo, solo con Lina. Que si podrá montar a caballo por los potreros o habrá intento de fuga, como cuando Efraín “salió galopando por la pampa solitaria cuyo vasto horizonte ennegrecía la noche”.
A título personal, estoy de acuerdo con el fallo. Desde que lo observé por primera vez en su primera precandidatura, en Cali, saludando mano a mano a más de trescientas personas con su manita regordeta y blandita, un corrientazo de energía negativa, como un halo gris, me envolvió. Y su larga perorata, con dulce voz y carita de “yo no mato una mosca”, me quedó grabada.
Jamás voté por él. Jamás entendí por qué sus más cercanos estaban encanados y ninguno de ellos dijo ni una palabra, prefiriendo el silencio, ese silencio que huele a temor o celestinaje. Nunca entendí eso del cohecho para saltarse la Constitución y reelegirse. Nunca entendí por qué “los muchachos desaparecidos en Soacha no estarían recogiendo café”. Esos años tenebrosos, llenos de incertidumbre, en que nadie se atrevía a decir nada, prefiriendo jugar en solitario: “O A”, sin moverse, sin reírse, sin hablar.
En esos ocho años lo saludé dos veces, y siempre me impresionó su manito floja y esa mirada inexpresiva, como si sus ojos fueran dos platos fijos. Ese rictus de su boca que intentaba convertir en una sonrisa espontánea, sin lograrlo. Esa manito en el Sagrado Corazón… o en ese no corazón. Nunca supe.
Ese odio en la mirada, el siete de agosto, cuando Juan Manuel Santos, en su discurso de posesión, se atrevió a decir que “la llave de la paz la tenía él, en su bolsillo”. Y lo convirtió en su enemigo acérrimo, logrando que la paz perdiera en el plebiscito.
Recuerdo mis artículos de entonces, y sobre todo aquel por el que me mandó a demandar por injuria y calumnia. Gané el pleito. Son detalles que se me han quedado en la mente. No son recuerdos gratos, ninguno, pero ahí están. Hoy salen a flote, y por eso los comparto: a ver si logro borrarlos.
No tengo idea del desenlace. Felicito a Iván Cepeda, y por lo menos hoy escupí lo que tuve atragantado tanto tiempo. Ya me siento un poco más ligera de equipaje, para lo que me falta en este viaje terrenal.