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El tamborazo final

Aura Lucía Mera

03 de mayo de 2010 - 10:24 p. m.

TODO EMPEZÓ EN ADAGIO. HACE ocho años una voz envuelta “en susurros y música de alas”, una voz que salía de una garganta suave enmarcada en un rostro beatífico de ojos claros y mirada transparente que siempre parecía mirar el infinito fue cautivando la audiencia.

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Una audiencia que durante muchas décadas estaba acostumbrada a bárbaros trémolos, amenazantes como diatribas de púlpitos domingueros desde donde se condenaban al fuego eterno masas pecadoras y atemorizadas. Cacofonías ensordecedoras en que esa masa apretujada en las plazas se soltaba en aplausos cuando llegaban a sus oídos los lugares comunes de Vivas salpicados de alcohol y recalentadas de sol.

El adagio, al correr del tiempo, ya empoderado con bombos y platillos, fue adquiriendo nuevos matices. A veces Lentos-moderato y a veces Allegros galopantes donde la masa seguidora se montó desprevenida y confiada en potros galopantes y eufóricos enarbolando banderas victoriosas que prometían metas de paz, seguridad, justicia y equidad.

El galope alegre y desenfrenado con el tiempo se tornó en un galope solitario, cuyo vasto horizonte ennegrecía la noche. Se fueron cansando los jinetes. Se fueron desmontando de las cabalgaduras y los briosos corceles que iniciaron la carrera por montes y llanuras, carreteras destapadas y autopistas gastaron sus cascos y regresaron buscando sus caminos estrechos y embarrados.

El Allegro se fue apagando y las notas tomaron tono de réquiem oscuro y melancólico. La partitura se fue deshilachando y sus hojas se fueron perdiendo en medio de ventarrones cargados de lodo y tempestades.

La voz redentora que salía de esa garganta aterciopelada fue transformándose en un vozarrón fuerte, carrasposo, que emitía falsetes estridentes, desentonando el ritmo prometido. Fue subiendo de tono hasta convertirse en rugido burdo y estremecedor.

La sinfonía prometida, al cabo de ocho años, terminó de un tamborazo. Sordo final. Inesperado y triste. Sus ecos reventaron tímpanos y de pronto la audiencia cautiva despertó de un largo letargo. No quiso escuchar más estridencias ni falsetes. Se recogió como las olas del mar y se encresparon las espumas. La cresta del agua cogió fuerza y una nueva sinfonía, esta vez matizada de verde esperanza, fue subiendo imparable hasta derramarse por esas mismas montañas y praderas, inundando corazones ávidos de nuevos ritmos, más acordes con el deseo de moverse a otros compases, más serenos, más equitativos, más transparentes, buscando nuevos vientos, nuevos trinos, nueva mar.

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La audiencia espera, ansía, se mueve y lucha por reencontrar los nuevos ecos. Se resiste a seguir padeciendo los desacordes y el desafine. Se resiste a la continuación de esa “sinfonía inconclusa” que sólo promete ruidos estentóreos, oscuros, dispersos. La audiencia desea galopar de nuevo a ritmo pausado, en un trote recogido, con las riendas en las manos y las piernas firmes para no volver a tambalear. Alta escuela la llaman los entendidos. Sinfonía de notas armónicas donde el espíritu se eleva y se recoge el alma en su intimidad.

Falta poco tiempo para escoger entre el tamborazo o el violín afinado y templado. De nosotros, la audiencia, depende qué queramos escuchar.

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