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DEJO CHILE CON NOSTALGIA. QUINCE días son muy pocos para abarcar este país enmarcado entre el desierto y los glaciares, entre la cordillera altiva de alturas nevadas y el mar azul profundo y fuerte estrellándose sin cesar contra las rocas volcánicas.
País de salares, minas, olivos, frutas, dunas y jacarandas. Dicen que Dios, con los restos más bellos de su creación, decidió arrojarlos en una larga lengua para inventarse este mágico, cautivante y retador país austral. País intenso, disciplinado, trabajador y luchador.
Pregunto en Santiago, su capital de rascacielos de cristal, amplias avenidas cortadas de oriente a occidente por el río Mapocho cuyas aguas de deshielo se encrespan a su paso por la ciudad, pregunto, repito, el porqué de la sobriedad en la iluminación navideña. Sólo en los enormes centros comerciales abundan las barbas del viejo Noel, los renos y los trineos voladores, las bolas rojas y verdes, los pinos sintéticos con figuritas de trapo, los festones y los copitos de nieve artificial. Me explican que, gracias a Dios, este país vivió lejano, lejanísimo de cualquier frontera durante muchísimos años, y la contaminación norteamericana no lo avasalló sino hasta hace poco tiempo. De ahí su sobriedad en los festejos decembrinos. Viejas tradiciones españolas, pesebres y novenas se conservan, pero estas fechas coinciden de sopetón con la salida de colegios, las vacaciones, el sol que quema después del frío invierno y por lo tanto, fuera de reuniones estrictamente familiares, el espíritu es más de festejo estival que de recogimiento, villancicos, tortas y bolas de nieve. En el norte, donde los colonos ingleses llegaron a explotar las minas, las celebraciones son más similares a las nuestras. En el resto del país, escasean, salvo en ciudades rezagadas de la Conquista y la Colonia.
Pero quiero referirme a la próxima inauguración del Museo de la Memoria y de los Derechos Humanos, promovida por la presidenta Michelle Bachelet, quien a brazo partido quiere dejarlo en marcha con ocasión del Bicentenario. Museo que tendrá más de diez mil metros cuadrados y que ha generado toda suerte de polémicas ya que su propósito es develar ante el mundo la verdadera historia que partió este país en dos desde aquel nefando 11 de septiembre de 1973, que muchos chilenos quieren olvidar y preferir que los años pasen y la memoria colectiva olvide acontecimientos que ensangrentaron y llenaron de dolor y estupor no sólo a hermanos de patria, sino al mundo enero.
Los militantes de derecha prefieren compartir esa memoria histórica con la historia del país desde su Conquista. Prefieren que la era Pinochet quede enmarcada entre los muchos acontecimientos y luchas de su historia. Pero los que sufrieron las consecuencias de la dictadura insisten en dar preponderancia a la verdadera dimensión de esta tragedia para que el país, su país, conozca toda la verdad y así pueda asimilarla, perdonar y estrecharse las manos ya cicatrizadas y sanas para seguir progresando, y no volver a retroceder jamás.
Reto fuerte iniciado por el ex presidente Lagos y empujado por la presidenta actual. Reto fuerte porque muchos prefieren continuar anestesiados y no hurgar más en antiguas heridas. Pero la gran mayoría prefiere escarbar de nuevo aunque duela, para lograr la sanación total. Curiosamente, la directora de este proyecto que ya casi es realidad es Marcia Scantlebury, mujer valiente, a quien conocí cuando llegó a Colombia exilada. Liberada por coincidencias milagrosas de uno de los campos de concentración, que alcanzó a sufrir torturas y vejaciones, exilada muchos años, con un regreso triunfal como ministra de Cultura, y ahora con la enorme responsabilidad de sacar adelante este Museo que servirá para la Memoria de este país maravilloso del que tenemos mucho que aprender.
