Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
CADA VEZ ME SIENTO MÁS confundida con los aconteceres que sacuden a Colombia a diario.
La verdad no sé a quién creerle ni qué pensar. Mis impulsos me llevan por un lado, la racionalidad por el otro. Como un péndulo interno que se mece continuamente en sus ires y venires emocionales.
El hundimiento de la ley de víctimas es como una puñalada en el corazón. Me rebelo. Siento como si las víctimas se estuvieran catalogando en categorías, según de donde provinieran las balas. Si los asesinos son guerrilleros o si son del Ejército. Siento como si esta ley estuviera más encaminada hacia los victimarios que a las víctimas. Familias enteras desplazadas, jóvenes asesinados, niños tendidos en el campo entre fuegos cruzados. Miles y miles de seres humanos, nuestros hermanos de patria que se vieron despojados de todo y se les deja sin esperanza.
Creo como lo afirma el relator de las Naciones Unidas que los mal llamados “falsos positivos” son sólo la punta de un iceberg lleno de sangre, cubiertos por toneladas de tierra y de sofismas. Que el Gobierno central está tratando de minimizar el impacto y las verdaderas cifras de estas muertes de civiles. Quiero algún día saber la verdad, como lo queremos millones de ciudadanos del común. Sólo la verdad nos hará libres. Sólo a través de la verdad lograremos la reconciliación y el perdón. Sólo con la verdad, por dolorosa y monstruosa que sea, lograremos la paz.
Siento que estamos perdiendo un tiempo precioso, enfocados en peleas intestinas entre los partidos políticos, polarizaciones, indecisiones electorales y rivalidades burocráticas, tiempo que el Estado podría dedicar a estudiar y legislar sobre problemas de fondo. Lo urgente, el inmediatismo de la reelección o no reelección, de las sillas vacías o llenas, de las acusaciones a opositores y justificaciones a los incondicionales, está dejando atrás lo importante. Mientras tanto más sangre, menos inversión social, más descontento, más confusión. Parece como si la brújula se nos hubiera perdido o alguien la hubiera pateado para torcerle el norte y llenar de niebla el horizonte.
Sé que el presidente Uribe ha logrado metas muy importantes. Desconocer esto sería querer tapar el Sol con las manos. Pero no puedo aceptar el mensaje tácito y a veces no tan tácito de totalitarismo, de empeño casi irracional de perpetuarse en el poder, de creer que fuera del actual sistema no hay salvación, de perseguir amañadamente a los opositores y críticos, de ese deseo dictatorial de no tolerar discrepancias, de minimizar el conflicto, de justificar lo injustificable y de lanzarles los perros a los que no comparten con él la totalidad de sus ideas. Sería de recomendarle una buena dosis de humildad y autocrítica. De lo contrario, cada vez nos hundiremos más.
P.D. Recomiendo el libro del misionero italiano Giacinto Franzoi, Dios y cocaína, en el que nos cuenta sus experiencias de vida durante treinta años en Remolinos del Caguán. Obligada lectura para conocer un poco más la realidad de nuestro país.
