La primera comunión fue una de las experiencias más terribles que recuerdo.
Llegué a la hostia convencida de mi condena eterna. Cuando abrí la boca para recibirla y se me quedó pegada en el paladar, ya no tuve la menor duda. Como no se podía tocar con la lengua ni moverla con el dedo, me convencí de que Cristo se resistía categóricamente a entrar en mi alma, que a mis siete años ya estaba cargada de pecados monstruosos.
La primera confesión me lo confirmó. Recuerdo perfectamente los requisitos para poder recibir el perdón: examen de conciencia, contrición de corazón, propósito de la enmienda, confesión de boca y satisfacción de obra.
No entendía algunos de ellos. La enmienda se me confundía con encomienda, la contrición la comparaba con un dolor en el corazón, y la satisfacción me confundía más.
Lo único cierto es que llevaba un costalado de pecados mortales que debía contar, arrodillada, ante un señor vestido de negro que se escondía detrás de una ventanita oscura.
El corazón se me salía: ya me habían exorcisado en Palmira porque la familia estaba convencida de que tenía el diablo adentro. Yo me miraba al espejo, trepada en un banquito a ver si lo lograba ver abriendo la boca, pero nada. Además le había mordido a mi hermana pequeña, recién nacida, el cachete en un arranque de celos. Había dicho “maldito Dios” cuando mi mamá lo cargaba y bendecía a Dios por haberle dado un bebé tan gordito y rosado. Yo era flaca y amarilla, y además mojaba la cama todas las noches y amanecía flotando en un líquido tibio y oloroso.
La primera monja que vi tenía bigote y olía raro. Se tapaba el pelo con una corneta redonda de circulitos. Me preguntó de una si yo había dicho “...ajo”, o “...erda”, y yo le dije que había dicho “...uta”. Me empezó a mirar fijo y arrugó la boca. Mis papás se quedaron callados. Posteriormente, pocos días antes del Gran Día, no recuerdo qué hice y tuve que recorrer la sala de estudio con una espina en la mano y clavársela a un corazón de terciopelo rojo que era el de Cristo y que yo lo estaba haciendo sufrir más.
No sé por qué todos estos recuerdos se me vienen a la mente atropellados al leer las noticias sobre los atentados de París.
Cuando el asesinato de los periodistas de Charlie Hebdo, el mundo entero se puso un letrerito que decía Je suis Charlie. De nuevo, en periódicos y redes sociales nos volvemos a solidarizar con la Ciudad Luz con el mensaje Je suis Paris. Es lo mínimo que podemos hacer todos los que estamos en contra de estos actos demenciales.
Sin embargo, me pregunto por qué, en más de medio siglo que llevamos los colombianos padeciendo asesinatos a sangre fría, collares bombas, voladura de aviones, secuestros, masacres a pueblos y veredas, no solamente por parte de grupos guerrilleros, sino de paramilitares y del Ejército, ningún país del mundo ha manifestado Je suis Colombia.
Ni siquiera los colombianos. Pareciera que si es en Europa o Estados Unidos se estremece la humanidad entera, pero si es en nuestro país, o en algún lugar de África, los genocidios, el terrorismo, el secuestro de menores y toda la sangre derramada importan menos.
Invito a la reflexión. O, como nos ordenaba el catecismo, al examen de conciencia. ¿Seremos capaces? ¡Somos Colombia!, un mensaje al resto del planeta. ¡Existimos! Y en las retinas de nuestros ojos pongamos nuestra bandera y lloremos por ella.
Posdata: También sintamos contrición de corazón, propósito de la enmienda, confesión de boca y satisfacción de obra. ¡Colombia lo necesita!