Ayer lunes se cumplieron tres años de la partida de Alfredo Molano Bravo. Pocos días después de haber terminado la quimioterapia feroz, las radiaciones, las cirugías. Se sentía renacer y viajó a Honda con Gladys, su compañera de vida, a descansar para iniciar de nuevo su caminar en la Comisión de la Verdad. El gurú o sabio de la tribu, como cariñosamente lo llamaba el padre Francisco de Roux. Pero la muerte le tenía otros planes. Tuvieron que retornar a Bogotá de urgencia y su corazón, ese corazón entregado a los más olvidados y vulnerables, se detuvo para siempre.
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La noticia me llegó como una descarga eléctrica. Sus últimos chats eran de ilusión y esperanza. El desierto ya permitía vislumbrar el oasis. La última vez nos vimos en Termales el Otoño, acompañado de Gladys y Antonia, esa nieta amada, compartiendo comentarios sobre los carteles taurinos de Manizales. En mayo fui a Bogotá. Él entraba a cirugía para una biopsia. Fui a visitarlo a San Ignacio pero el maldito trancón me atascó y cuando llegué a su habitación se lo acababan de llevar en la camilla. No sabía que jamás lo volvería a ver.
Alfredo pasará a la historia de Colombia como el caminante de la paz. Con sus tenis y su mochila, sus gafas de sol, la libreta de apuntes, la gorra y su cola de caballo, recorrió el país entero, escuchando y anotando, navegando ríos imposibles, cabalgando por trochas intransitables. Oyente, mediador entre los que nunca tuvieron voz y sus lectores. Incansable. Infatigable. Ni amenazas oscuras ni riesgos mortales le impidieron seguir su gesta. Sin pontificar, escuchando con respeto y amor los dolores de su país arrasado en sangre, y escribiendo, escribiendo.
Siempre fiel a sí mismo, como en la carta que le envió a una sobrina hace muchos muchos años. Transcribo unos apartes:
“Es la independencia de criterio la cuna de la rebeldía. Aunque a la larga sea la cuna de la soledad. Todos se van prendiendo a los polos de los imanes como si fueran virutas de cristal. Cada cual se protege bajo una fuerza y pierde la libertad. Es preferible pagar el precio de la independencia con soledades y exilios que con disciplina y renuncia al principio de la crítica. Donde no se acepte la crítica, uno no cabe, no debe estar, no puede estar”.
“Nunca pertenecí al Partido Comunista porque nunca acepté su autoritarismo. Lo mismo me pasó con la guerrilla, la obediencia automática, la disciplina para perros. La imposición nunca hizo parte de mi naturaleza”.
“La crítica no debe ser solo contra el sistema, sino universal e indeclinable. También contra la izquierda que no pocas veces tiene mucho de derecha, como con las doctrinas, sectarismo, santos, papas, curas, confesionarios, penitencias y humillaciones”.
Estas reflexiones llegan de nuevo, puntuales y sabias, para el momento que estamos viviendo los colombianos.