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Las crónicas de Leila Guerriero, periodista argentina, son una descarga de adrenalina en las que la realidad supera cualquier intento de ficción. Estos Frutos extraños los parió poco a poco: gestación, análisis, investigación, trabajo exhaustivo hasta extraer la médula y sacar todos los secretos de cada historia. Hipnotiza, aterra y atrapa.
Jamás estudió periodismo. No cree en esa “carrera”. Lo siente en las venas y le corre como la sangre. Palpita, olfatea, escarba, araña, hurga, comprende. No toma partido ni juzga: simplemente relata. Estremece. Afirma que “no hay nada más sexy, feroz, desopilante, ambiguo, tétrico o hermoso que la realidad”.
Sus crónicas han paseado el mundo entero: España, Colombia, Francia, Italia, Polonia, Suecia, Portugal. Incisivas y cortantes como un bisturí presto a remover la herida o extirpar un tumor. Lucha consigo misma hasta encontrar ese primer párrafo, la clave, la llave mágica que lleva al contenido. Ese primer párrafo que atrapa al lector hasta el final. Encontrar el ritmo, el crescendo lento que aumenta las endorfinas del lector, llevarlo hasta la punta del precipicio y encontrar el final, así sea trágico, impecable. Jamás un tamborazo estridente al final.
El viento ululante del pueblo perdido en el que vive el gigante, solitario y parapléjico. La jovencita que parió escondida en un baño a su bebé y lo cosió a puñaladas. La amiga que asesinó a sus amigas envenenando sus tazas de té. Los jóvenes que escarban entre las fosas comunes los esqueletos de desaparecidos durante la dictadura, y logran identificarlos para entregar esos restos a sus familias: tibias, fémures, mandíbulas, cráneos. “Estos son huesos de mujer... son gráciles”.
Leila Guerriero, nacida en Junín, provincia de Buenos Aires, donde —según ella— las mujeres eran “o castas o putas”. Era fácil. Y ella era recatada, moralista, sin maquillajes ni polleras cortas, ni tacos altos. “En mi pueblo todas éramos vírgenes y pudorosas hasta el día del casamiento. Así era yo. Boba. No creía en Dios, pero confiaba en el himen”.
Tuve la fortuna de escucharla en un Hay Festival en Cartagena. Frágil, elegante. Nadie se imagina ese fuego, esa pasión, ese rigor, esa disciplina que la consumen y la impulsan a escribir con esa fuerza arrasadora. Esos Frutos extraños se quedarán quemando para siempre el alma del lector.
Su último libro es La llamada, publicado a finales del año pasado. Correré a buscarlo. Sé de antemano que también dejará una huella imborrable, un hierro caliente en el corazón.
“El arte del buen cronista empieza en la intemperie, o al menos, fuera de su casa, con los días, semanas o meses que pasa junto al objetivo de su crónica. Sin esa actitud de acecho discreto, nunca traicionero, no hay crónica posible. Yo he permanecido semanas junto a personas tan disfuncionales como una pesadilla agónica de Marilyn Manson. Completamente olvidada de mí, de mi incomodidad, de mi cansancio. Son semanas de meso. Y después hay que volver a casa y escribir diez páginas, y aspirar a que sean diez páginas perfectas. Nunca olvidar que un buen principio debe tener la fuerza de una lanza”; Leila Guerriero.
