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Aura Lucía Mera
23 de enero de 2017 - 07:59 p. m.
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Domingo 22. La expectativa crece. La plaza de toros de Santamaría abría sus puertas después de cinco años de atropellos y populismo barato, pero rico en votos. Llegué temprano, acompañada de hijos y nietos. Toda mi tribu presente en la corrida de la libertad.

El corazón acelerado, pero con la convicción profunda de que ningún régimen populista puede imponerse sobre los derechos de miles de aficionados a la fiesta brava. Los dispositivos de seguridad para evitar que los vándalos ocasionaran una tragedia fueron impecables. Contrastaban los gritos salvajes de los autollamados antitaurinos con el orden, el respeto y la emoción de los miles de aficionados que fueron llenando esta plaza mudéjar que relucía como una tacita de plata.

El cielo ya había estrenado su traje azul desde el sábado para llenar de luz y sol el festejo taurino, en La Holanda, la hacienda de Fermín Sanz de Santamaría, recientemente fallecido, propietario de la ganadería más antigua de Colombia, Mondoñedo. Su hijo Gonzalo abrió al público las puertas de su casa a los aficionados que quisieron asistir a una corrida de cuatro toros enrazados y bellísimos, como abrebocas para la primera corrida de la libertad.

Vuelvo al domingo. Cuando se iniciaron las notas del himno nacional nos pusimos de pie más de 12.000 espectadores, entonando emocionados desde el corazón esas primeras estrofas que precisamente nos hablan de libertad, seguidas por el recogimiento del minuto de silencio, en homenaje a los toreros, ganaderos y empresarios que nos dejaron el año que acaba de terminar. Entre ellos, Fermín Sanz de Santamaría.

El paseíllo, electrizante. El Juli, Luis Bolívar y Roca Rey, recibidos con ovación delirante. Alfredo Molano Bravo fue el designado para entregar las llaves de la plaza al alguacilillo y dar comienzo al festejo.

Festejo que fue mucho más que una corrida de toros. Fue el triunfo de la razón, la cordura, la paciencia y el debate jurídico que dio la Corporación Taurina de Bogotá, en cabeza de Felipe Negret Mosquera, su gerente, quien jamás se rindió ni ante amenazas, ni presiones, ni trapisondas politiqueras y retorcidas.

Recuerdo sus palabras hace ya casi cuatro años, cuando la Santamaría la habían saqueado, robándose hasta los enchufes de la luz, destruyendo graderías, desapareciendo el museo taurino, convirtiendo el recinto en una cueva de vándalos: “Yo recibí una plaza abierta al público taurino y entregaré una plaza abierta a la afición”.

El domingo 22 pasará a los anales de la historia de la capital como el triunfo de los derechos de las minorías contra las presiones y violencia de los que se quieren llevar por delante todo lo que no les guste, alcahueteados por mandatarios y leguleyos que ven en esas provocaciones el caldo de cultivo preciso, la gallina de los huevos de oro para conseguir votos.

Mientras afuera de la plaza tronaban las papas bomba y los insultos, en el recinto resonaban los oles emocionados de los aficionados ante las faenas inolvidables del Juli, Roca Rey y Luis Bolívar, que dejaron en nuestras retinas grabados para siempre instantes de arte puro, valor y entrega.

Gracias, Felipe Negret. Sus palabras de tolerancia, respeto y cordura serán siempre recordadas como respuesta al vandalismo, la violencia, los ataques y agresiones físicas a muchos aficionados, incluso agredidos con ácido.

Gracias a esa inmensa minoría que ama la fiesta brava, su arte, sus rituales, su verdad ante la vida y la muerte, su amor por el toro, ese animal mítico, impredecible y hermoso nacido para la lidia. Mientras existan un toro de lidia y un torero, un ganadero y un aficionado a este arte, jamás desaparecerá esta fiesta.

Posdata. Me indigna que Enrique Peñalosa quiera subir su popularidad menguada injustamente, porque personalmente creo que está haciendo un excelente trabajo con una ciudad que encontró saqueada y caótica, con alardes antitaurinos. No le luce y no lo necesita. ¡Recapacite, señor alcalde!

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