Una publicidad de Netflix en Francia para la serie Griselda casi desató una guerra entre el país galo y Colombia. Por curiosidad, me metí en un hilo de X y me espanté. Los comentarios estaban llenos de odio, pedían que se clausurara Netflix, que Francia se disculpara con Colombia porque estaba insultando a este país de las maravillas y otras perlas, como si nos estuvieran calumniando.
El bus aspirando coca me fascinó. No sé por qué tanta alharaca. Somos un país lleno de coca y los carteles, ya con perfiles más bajos, andan a sus anchas, financian disidencias y mueven todo el dinero del mundo. Siguen asesinando y gobernando en territorios donde el Estado jamás hace presencia. Que se la huelan o inyecten aquí, en EE. UU., en Países Bajos o en Francia es lo de menos, nosotros los abastecemos y también la usamos. “No nos hagamos los estrechos que nos cabe un piano”, como dicen en España.
La historia de Griselda Blanco es real, como lo fueron las de todas las series de narcos que acaparan audiencias internacionales y siguen en el top de los ratings. No es ciencia ficción. Que la vean y la publiciten como les dé la gana. Además, somos responsables de la violencia que se tomó Ecuador, así que nada de lavarse las manos como Pilatos.
Les recomiendo el libro Comandante Paraíso, de Gustavo Álvarez Gardeazábal, escrito hace algunos años y recién reeditado, en el que el Patrón de Patrones quiere formar el Ejército Nacional de Traquetos. Es ficción, pero describe la realidad que estamos viviendo desde hace ya décadas y seguimos en las mismas. Parece escrito para estos momentos.
La pluma descarnada y precisa de Álvarez Gardeazábal estremece. Es la historia de un narco arribista y trepador social que pretende gobernar el país, y nos recuerda que en Colombia nos estamos matando desde antes de ser nación: “Cuando los españoles llegaron a la sabana de Bogotá, los chibchas se mataban entre ellos en una gran guerra civil y los pijaos tenían asolados a los quimbayas y los gorrones en el Valle. Los mismos españoles que hicieron la conquista eran sobrantes de cárceles, criminales en potencia, que se venían de aventura al espacio terrenal donde el Dios era de ellos y la ley la desconocían. Y cuando se fueron acabando los indios explotados o esclavizados comenzó el negocio de los negros traídos de África, los que eran comprados en las costas a quienes ganaban las guerras y los habían hecho prisioneros en las batallas”. “Hay capos pequeños que han convertido su presencia en el azote y terror de las regiones donde viven. Como en cualquier viejo Oeste americano y bajo la complacencia de autoridades militares y civiles, se toman prácticamente los pueblos. Llegan a sitios de diversión y disparan al aire, obligan a hombres y mujeres a huir o a sentarse con ellos, ofrecen cocaína como si fueran cascos de naranja en platillos sobre las mesas, asesinan a sangre fría, delante de muchos testigos, a quienes les miran mal en el momento, les coquetean a sus mujeres o simplemente les parece estorban para poder seguir en sus francachelas”.
Si algo no les quedó claro a los que se rasgan las vestiduras, lean el libro Verdades compartidas, en el que participan escritores de la talla de Juan Gabriel Vásquez, Leila Guerriero, Fernanda Trías, Junot Díaz, entre otros. Recién salido del horno en el Hay Festival de Cartagena, está basado en los archivos de la Comisión de la Verdad, donde muestran cómo las sociedades se niegan a conocer las verdaderas cicatrices que deja el paso de la violencia.
Las griseldas, los pablos, los gilbertos siguen existiendo, sus historias fueron reales y siguen con diferente nombre. Aceptemos esta realidad y unámonos para cambiar la legislación sobre este cáncer que nos pudrió el alma y sigue haciéndolo. El bus de Netflix aspirando polvo tal vez nos aterrice a la realidad. Jamás he visto ninguna serie de narcos, pero sé el rating que tienen y los capos siguen tan campantes como Johnnie Walker, sin que nadie haga nada, esa es la verdad, así nos rasguemos todo lo que tenemos.
A propósito, casi todos los días en Cali paso por esas famosas tapias blancas cerradas donde vivía uno de los hermanos Rodríguez Orejuela. A través de una de las tapias se asomaban las ramas de un árbol gigante. Ya la derribaron y están construyendo algo, no sé qué es. El árbol gigante salió a la luz sobre la calzada, imponente. Pienso: si este gigante hablara, cuántos horrores nos contaría, testigo de todas las componendas, barbaridades, borracheras, planes macabros, reinitas de belleza y prepagos. Se yergue majestuoso como si lo hubieran liberado de una prisión misteriosa, impenetrable salvo para los “elegidos”: narcos, sicarios que hacían la vuelta y cerraban el pico para no convertirse en muñecos flotando en el río, arribistas, áulicos, sapos, todo ese zoológico que cambió para siempre la historia de Cali, del Valle y del país, que en un momento dado se abrió de patas, alcahueteando, tapando y cohonestando.
Que siga Griselda recorriendo en el narcobus de Netflix las calles de París.