Ante las cifras del mandatario sobre la cantidad de lechonas vendidas en la Feria de Osaka —diez millones de toneladas, que requerirían casi doscientas mil personas sirviendo y la asistencia de mil trescientos millones de visitantes—, crucé los dedos para que se hubieran salvado los Tres Cerditos del cuento, mientras el lobo feroz soplaba y soplaba para tumbarles su cabañita. Y me acordé, no sé por qué, de la canción: “Había una vez una iguana, con una ruana de lana, rascándose la melena junto al río Magdalena. Y la iguana tomaba café, tomaba café a la hora del té” (simple asociación de ideas de Antoñita, la fantástica). Mucha lechona, mucho café.
Sentí curiosidad. Osaka tiene 18 millones de habitantes; no creo que pueda recibir tanta gente en una feria. Es un puerto en ebullición constante, una ciudad llena de historia y de vida gastronómica, en la que el lema es Kuidaore: “Comer hasta arruinarse”. Sus platos son sofisticados: huevos de pulpo glaseados, cangrejo en todas sus formas, pez globo (carísimo y de mucho cuidado, porque deben extraerle el veneno para convertirlo en manjar), tteokbokki, tendón de ternera, horumon (entrañas de cerdo y vaca) y los famosos bollos al vapor con cerdo y verduras.
Japón es el país asiático que menos carne consume, pero tiene la cría de cerdos negros Kurobuta, los más finos, consentidos y espectaculares, al nivel de los famosos de bellota españoles. Pura raza Berkshire, criados al aire libre, alimentados con frutas, verduras frescas y pasto pangolín, siempre bajo la luz del sol. En invierno tienen espacios amplios, libres de estrés. Miro los videos: estrato ochenta, tratados a cuerpo de rey. Después de su sacrificio, su carne se trata en salas más limpias que cualquier quirófano, por expertos. Jamás una hormona en su cuerpo, ni una bacteria.
En contraste, en China —¡guácala!— existe la granja de muerte de cerdos más grande del mundo: un edificio de veintiséis pisos, a cien kilómetros de Wuhan. En cada piso habitan, sin jamás ver la luz del sol, veinte mil cerdos. Nacen, crecen, se reproducen, los inflan y luego los apelotonan en ascensores especiales para conducirlos al matadero, sin un asomo de ética o norma de bienestar animal. Fue inaugurada en 2022, con seiscientos mil animales.
Me pregunto de dónde sacó el Mesías los diez millones de toneladas. Tal vez con la varita mágica: “¡Abracadabra, lechona asada!”. ¿Y el arroz, las arvejas, los condimentos, los hornos? Parece todo una serie de misterio que solo Sherlock Holmes y el señor Watson podrán resolver.
Se me acabó el espacio. No sé por qué mi mente sigue tarareando sola: “Y la iguana tomaba caféee a la hora del téee”. En fin, aprendí sobre cerdos. No me quejo.