Siempre admiré a María Eugenia Rojas, una mujer que tuvo que nadar contra corrientes tumultuosas, controvertida. Creo que la vida le aventó más sinsabores que alegrías. Desde su juventud se vio envuelta en los terremotos políticos colombianos, que en ese entonces eran un tsunami de violencia y contradicciones.
Su padre, el general, fue fácticamente elegido por la élite como “dictador” para apartar a Laureano Gómez del poder y calmar esa violencia fratricida que desencadenó las masacres entre liberales y conservadores, y despertó la sed de sangre en el espíritu colombiano, todavía vigente. Fue cuando de un día para otro se empezaron a mirar como enemigos los vecinos de los pueblos, obligados a enfrentarse. Aquellas épocas de los cortes de franela, sofisticados en su máxima crueldad, jamás practicados en ningún país del planeta; de la excomunión católica de los liberales, su condenación eterna. (Recomiendo leer Guayacanal, de William Ospina).
El “derrocamiento” del dictador para abrirle espacio al Frente Nacional fue el inicio de la corrupción que ahora nos ahoga y que terminó extinguiendo los Seguros Sociales, Telecom, Foncolpuertos, la Flota Mercante y los Ferrocarriles Nacionales, que colapsaron uno a uno como castillos de naipes al no resistir el peso de la carga burocrática que aumentaba cada cuatrienio.
Luego, la “absolución” de su padre, su regreso al país y el fraude electoral que en un minuto convirtió en presidente a Misael Pastrana. Noche terrorífica: mi entonces marido estaba de gobernador del Valle y tuvimos que irnos a dormir a otro lugar con tres de mis hijos pequeños ante amenazas non gratas.
Conocí a María Eugenia en la presidencia de Belisario Betancur, ella como directora del Instituto de Crédito Territorial y yo como directora de Colcultura (ahora Ministerio). Me cautivó su personalidad fuerte, su manera de enfrentar las cosas, una trabajadora incansable, una mujer culta, agradable, firme, con sentido del humor.
Estuve invitada al matrimonio de su hijo Samuel con Cristina, una pareja linda y enamorada. Toda la élite de la sociedad y la política estuvo presente en el Jockey Club, atención y elegancia totales. Visité su casona varias veces en Teusaquillo, a pocas cuadras de mi casa natal. Era como ingresar a un túnel del tiempo, llena de historias y recuerdos.
Cuando se lanzó a la Alcaldía de Bogotá me uní a su campaña, aportando lo único que supe, una subasta de cuadros para recaudar fondos. Recuerdo su derrota, salpicada de agresiones físicas y verbales contra ella. Yo terminé detenida en la Segunda Estación de Policía, mandada a “desaparecer”. Se enteró gracias a mi ángel de la guarda y mandó a rescatarme, le debo la vida.
Después me alejé de Colombia para iniciar ese duro comienzo de rehabilitación por mi adicción al alcohol y las drogas. Perdí contacto con la Capitana, pero mi afecto sigue intacto.
La vida le acaba de asestar el golpe más fuerte, el matrero: la muerte súbita de su hijo Samuel. Para eso no está preparada ninguna madre. Quiero decirle, ojalá algún día lea esta columna, que la pienso, que me duele en el alma este triste y abrupto final de su hijo, que no se merecía esta estocada mortal.
Una mujer Capitana, digna en el dolor, solidaria con su hijo en la desgracia. Me imagino que socialites encopetadas y asiduos a su casona no volvieron. La acompaño en su soledad. Para Cristina y sus hijos, un abrazo desde mi corazón.