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‘La hora violeta’

Aura Lucía Mera

08 de octubre de 2024 - 12:05 a. m.
“Sergio del Molino narra su propio infierno, cuando a su hijo Pablo, de diez meses, le diagnostican leucemia”: Aura Lucía Mera
Foto: EFE - Juan Diego López

Compro este libro inocentemente. Me encanta leer a Sergio del Molino. Me nutre su prosa sin eufemismos: La España vacía, La piel, Los alemanes. Cómo escribe y describe. Pan al pan y vino al vino. Sin arandelas ni adornos, cautivante. En vísperas del regreso a Cali, en La Casa del Libro, en la calle de Alcalá, encuentro lo que casi nunca aterriza por acá. Cuando me muera, ya sea en la paila (ojalá no muy caliente) o en la nube rosada, lo que quiero es encontrar libros, todos los que jamás podré leer, aunque lo hubiera intentado desde que llegué a este planeta. Días y noches sin interrupción, los miles y miles... pero en fin.

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La hora violeta me golpea, me tumba. Revive momentos de mi vida que creía enterrados y olvidados. Me regresa de repente a los pasillos del Memorial Hospital cuando el cáncer de mi hijo adolescente.

Sergio narra su propio infierno, cuando a su hijo Pablo, de diez meses, le diagnostican leucemia. Un grito íntimo, un libro que salió del amor en medio del dolor. El único modo de sobrevivir esos días eternos, esa incertidumbre, esa angustia.

Libro escrito en 2013 y reeditado en 2023, un libro eterno, que no envejece, que es bálsamo y horror. Muestra ese mundo exclusivo y excluyente que la sociedad no nombra ni visita, porque no sabe cómo lidiar con el dolor y la muerte.

El mundo de los menores con cáncer, el día a día, y cómo es estar dentro de él como si fuera el único mundo real, mientras el resto parece una ficción.

Pablo, su hijo, muere antes de cumplir los dos años. Mi hijo vive. Un milagro, porque sus compañeritos no lo lograron. Él escribió su libro Memorias del Memorial... y la vida siguió, hasta que La hora violeta resucitó en mí todas las emociones vividas en ese periodo, como si hubieran estado en una caja de Pandora a la que le rompen el candado, saliendo enloquecidas y alborotadas.

Vuelvo a oler el mismo aire, viciado de tristeza y ácido. Ese dolor en el corazón al verlos con sus cabecitas peladas, sus pieles amarillas y acartonadas por las sucesivas quimioterapias, tratando de jugar y socializar en el salón de recreación, o acostados en sus camitas mientras recibían el veneno químico por sus venas. Llanto, vómitos, padres y madres con ojeras y miradas apagadas, conversaciones de rigor, ese pánico cuando se acercaban los “sabios” con noticias.

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La bondad austera de doctores y enfermeras, siempre con la palabra justa y gestos medidos, para no desmoronarse ante ese mundo cruel, duro, bárbaro, que castiga a inocentes que apenas asoman a la vida.

La hora violeta me llevó de nuevo a empujar la silla de ruedas por esos larguísimos corredores, hasta llegar a los aparatos de radiografías, las transfusiones, el conato de incendio en el décimo piso, la rabia, el desespero ante la incertidumbre. Aprenderse de memoria palabras horribles como “metrotexate” o “ciclovir”, linfocitos, ver gargantas ulceradas, medir pruebas alcalinas en la orina. Ese mundo real, en pura carne viva. Recuperar la fe ante la impotencia y aprender a dejar todo en manos de Dios.

Respiro de nuevo. Tengo que escribir esto para no volver a ahogarme, para dar las gracias y admirar a Vivianne, mi vecina, que es oncóloga pediatra y dedica su vida, su sonrisa, sus energías y sabiduría a tratar de salvar y paliar el dolor de “sus niños”. Y a todas las Viviannes del mundo, que nos ayudan a sobrevivir el infierno, a salir del túnel de células disparadas, hambrientas de carne fresca.

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Chapeau para Sergio del Molino. Puso en palabras, sin alardes ni alaridos, ese mundo tan desconocido por tantos y tan conocido por otros. Un acto de amor. Aunque confiesa, diez años después, que la rabia fue el motor.

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